Actualizado: 02/05/2024 23:14
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Conflicto y diplomacia (I)

Relaciones bilaterales La Habana-Washington: Castro teme a la distensión.

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Castro usó la respuesta del presidente de EE UU para lanzar un programa de cierre progresivo de las pálidas reformas de inicios de los años noventa y poner a sus reformistas a la defensiva, en medio de una histeria patriotera y macartista. La explicación del curso de acción seguido por el Comandante en Jefe podría encontrarse en su evaluación del corto viaje que hiciera a Naciones Unidas (Nueva York), pocos meses antes.

La conveniencia de la enemistad

En el otoño de 1995, antes del derribo de las avionetas que puso fin al acercamiento de la administración Clinton y allanó el camino para la aprobación de la Ley Helms Burton, Castro viajó a Nueva York para asistir a una sesión de Naciones Unidas. Allí se reunió con numerosas personalidades del establishment estadounidense que se mostraron optimistas con las intenciones de Clinton de poner fin al embargo comercial, una vez reelecto presidente en 1996.

Al regresar a La Habana, Castro convocó un oscuro y poco conocido foro extra-institucional, constituido por la crema y nata de la élite de poder cubana, conocido por "La Comisión". Es en este espacio, de espaldas a las instituciones formalmente establecidas, donde a menudo se cocinan algunas de las principales decisiones políticas nacionales.

Allí informó que a su juicio el embargo tenía los días contados y lanzó la pregunta a los presentes: ¿Está este país preparado para enfrentar el levantamiento del embargo? Tras un silencio, roto por un tímido y apagado "no" proveniente del fondo del salón, el Comandante en Jefe retomó la palabra para apoyar ese criterio. Cuba no estaba lista, a su juicio, para una distensión con EE UU.

El Comandante en Jefe no profesa un odio patológico a Estados Unidos como muchos creen. Su permanente confrontación con Washington se deriva de un cálculo utilitario dirigido a ganar capital simbólico, dentro y fuera de Cuba. Su sagacidad le permitió ver desde un principio la conveniencia de cultivar la enemistad del poderoso vecino, dentro de ciertos parámetros controlables, para galvanizar el nacionalismo cubano en su favor.

También se percató de que una parte de la izquierda mundial no ejerce una identidad positiva —basada en principios propios, de valor universal y permanente, que aplican a toda circunstancia—, sino que define su izquierdismo y posturas políticas por oposición a las políticas norteamericanas.

Fidel Castro ahora enfrenta a un presidente de EE UU que parece su espejo ideológico: maniqueo, dicotómico, voluntarista, favorable a la confrontación eterna con todo aquel que disienta de sus dictados. De haber tenido otro jefe de Estado en un marco de libertades para el debate público de políticas, Cuba estaría hoy con las relaciones bilaterales con EE UU plenamente restablecidas y podría concentrar sus esfuerzos y escasos recursos en tareas pacíficas de su desarrollo económico y social.

Pero Fidel Castro optó nuevamente en 1996 por secuestrar la política internacional del país, no sólo de sus ciudadanos, sino de sus funcionarios y seguidores más cercanos, e impuso un rumbo cuyas plenas consecuencias aún están por verse. Y ahora se dispone a jugar con el destino de doce millones de cubanos —en particular con el de sus más cercanos seguidores y sus familiares— al arrastrar al país a nuevas y más delicadas confrontaciones.


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