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De la revista

¿Puede España enseñar algo a la transición cubana?

Las claves de la democracia española. Síntesis de un ensayo de Emilio Lamo de Espinosa publicado en 'Encuentro'.

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Hay otro aspecto que puede afectar a Cuba: quiénes son los actores de la transición. En España estábamos solos; no había comunidad internacional ni mediadores. La emergencia de actores externos como mediadores quizás hubiera facilitado el proceso; pero quizás no. La necesidad de verse frente a frente, de llegar a acuerdos con el viejo enemigo, elimina muchos juegos que pueden aparecer tan pronto lo hacen los mediadores. Y no digamos si ese mediador es Estados Unidos.

Una vez más, una transición es un juego de expectativas en el que el presente aparece determinado por los posibles futuros. Sin miedo no es posible pactar, no hay voluntad de consenso. Pero sin eliminar el miedo, no hay pacto posible. Hay que cancelar el pasado, pero no del todo; abrir el futuro, pero no del todo. Todo debe cambiar para que todo siga igual; todo debe seguir igual para que todo pueda cambiar.

La importancia del Estado

A semejanza de España, sospecho que no es probable que un régimen tan personalista como el de Castro le sobreviva. A semejanza de España, tampoco será problema la necesidad de capital para un desarrollo económico; capitales no van a faltar: europeos, americanos, cubanos de Miami. Cuba tiene dos fantásticos recursos, que también tuvimos en España: remesas de emigrantes y turismo. Ello, aparte de una población culta y educada. A semejanza de España, tampoco la democratización es un problema; los cubanos son cultos y hacer elecciones y articular un parlamento o unos ayuntamientos democráticos, no es difícil.

La diferencia con España, y el principal problema, será crear una maquinaria administrativa eficiente que sea la columna vertebral del Estado, separándola del Partido. Transformar el Partido en Estado.

El régimen de Franco no fue propiamente fascista ni su Estado, un Estado fascista. Se aprovechó del fascismo al principio, pero renunció a él ya en los cincuenta. Era un régimen militar, conservador, clásico, que pasa de totalitario a autoritario (Linz), más parecido a Horthy, Pilsudski, Primo de Rivera, Salazar o Pinochet, que a Hitler o Mussolini. Y, sobre todo, no hubo un partido que fagocitara al Estado.

Franco había heredado un Estado moderno, con funcionarios independientes seleccionados por mérito y capacidad (jueces o diplomáticos, incluso catedráticos), con registros de propiedad, con ayuntamientos y administración local, haciendas locales y, por supuesto, una economía de mercado, intervenida, pero de mercado.

En esas condiciones, la transición implicaba cambiar al soberano, pero no cambiar el Estado, ni menos crearlo. El gobierno unipersonal de Franco se sustituye por un gobierno que rinde cuentas ante un parlamento democrático. Cambias la cúpula, pero la máquina del Estado continúa funcionando igual, sólo que con otras órdenes y otras leyes. Debe preocuparnos el Estado, por una segunda razón: sin Estado no hay economía, sino corrupción.

No hay economía eficiente sin democracia, pero tampoco democracia posible sin economía de mercado, y esos dos grandes inventos políticos europeos del siglo XX lo ponen de manifiesto. Por la simple razón de que la soberanía del ciudadano y el respeto a la dignidad de las personas se da en bloque, aunque se manifiesta en variadas dimensiones.

La libertad de pensar y expresar lo pensado es, sin duda, la primera. La libertad de formular propuestas y programas políticos o de participar en su aprobación, libertad de elegir o de ser elegido, que es la libertad política, es un corolario de la anterior. Y, finalmente, la libertad de ofertar productos y servicios o de elegir los que se deseen, que es la base de la economía de mercado, no funciona a la larga sin libertad de expresión o sin libertad política.

Sin una democracia fuerte el mercado deviene corrupción (como vemos en Rusia, México, Argentina y tantos otros sitios, y como está empezando a ocurrir en China), pero sin mercado, la democracia deviene autoritaria y corrupta.

Ese es el riesgo alto de Cuba. Allí, como en México o en Rusia (y en cierto modo Argentina), el partido fagocitó al Estado. La caída del castrismo será así la caída del Estado cubano, forzando a Cuba a una gigantesca y muy difícil tarea de construcción institucional. Que si no se hace a tiempo, antes de que la oleada de inversión americana invada la Isla tras la muerte de Fidel, dará lugar a corrupción y no a economía.

Cuba necesita urgentemente asentar las precondiciones de la transición y estas son dos: de una parte, una clase media que sea impulsora y colchón. Pero, sobre todo, Cuba necesitará un enorme apoyo para la construcción institucional, para la puesta en marcha de un Estado, no ya democrático, sino Estado a secas, al margen del Partido, que le otorgue al mercado el marco normativo sin el cual no es sino corrupción.

Si puedo dar algún consejo para la transición en Cuba (y creo que no puedo), sería éste: el problema principal será la construcción del Estado. No soy pesimista, sin embargo. Los diseños institucionales son transferibles con facilidad. Usualmente lo difícil es transferir las normas y valores, la cultura, que da vida a esos diseños. Esa cultura está viva en Cuba; no es Afganistán, atrapado por relaciones tribales o de lealtad personal. Basta con que recuerde su viejo Estado liberal.

En ese sentido me atrevo a dar un segundo consejo. A la hora de articular ese Estado y esa administración, recurramos al viejo y contrastado modelo de función pública weberiana, que es, a la postre, el modelo de derecho administrativo francés, el modelo napoleónico, con procedimientos escritos, supervisión, controles a priori, etcétera, más que al modelo moderno americano de control por objetivos a posteriori, que es caldo de cultivo de corrupción.

No hay modelos ni esquemas. Cada pueblo tiene que hacer frente a sus fantasmas, y tiene que hacerlo por sí mismo, encontrando su camino hacia la reconciliación, en cada casa y en cada hogar. Hacer una transición no es una operación de ingeniería, sino mucho más, un psicoanálisis colectivo que hace las paces con el pasado y abre la ilusión del porvenir.

Es tarea de los jóvenes y supone una ruptura generacional. En ese proceso, el miedo, la incertidumbre, la inseguridad incluso, es el aceite del motor, lo que suaviza y lima pasiones y deseos de venganza o de resistencia. Todo un país tiene que aprender a confiar en el futuro y a hacer del pasado materia de historiadores, no de abogados o políticos.

(*) Texto íntegro ("Las transiciones como microprocesos: ¿Puede España enseñar algo a la transición cubana?") en el número 37/38 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Suscripciones y pedidos: revista@encuentro.net.


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