Actualizado: 18/04/2024 23:36
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De la novela en proceso editorial La sangre del tequila

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Además de los ruidos que ya conocía desde los inicios, a veces sentía un tac que no podía imaginar con qué lo provocaba la ochentiañera. Pero esta noche lo aseguro: son de la botella al regresarla al piso, seguramente desde una mecedora enorme que tiene en la sala. “¡Dame la verga, cabrón!”, comenzó a gritar. Su voz se explayaba por la ventana que da a la barranca. Traté de apaciguarla desde abajo. Hacía frío, pero yo metía la cabeza por la mía —en medio de la niebla—, casi en línea recta con la suya arriba, y le pedía calma. “¡Dame la verga!”. La borrachera la habría trasladado a aquellos tiempos en que la candela corría. Borracha, nadaba en la añoranza. Yo había terminado unas notas y esperaba que comenzara la singadera la pareja vecina, para después dormirme. “¡Se me hace agua la canoa!”, comenzó a gritar la casera en ráfagas hacia el abismo. Con esto quiso decir, en su delirio, que tenía la vagina mojada, que había lubricado. Recordaría un encuentro precoito de un montón de años atrás. “¡Entiérramela ya, papacito!”. Entonces no supe distinguir si esta voz venía de la casera o de la pareja, que ya se había puesto a coger. De cualquier manera, me asomé y le grité: “¡Piedad, señora!, ¡silencio, por favor!”. Anoté que eso de “entiérramela” era un error gramatical gigantesco, el verbo “enterrar” significaba otra cosa. Pero era también uno de esos errores gramaticales gloriosos; enterrar el falo en el sitio presto no es comparable con ninguno de los verbos correctos: entiérramela ya, papacito, tiene la carga semántica de varios siglos de pasiones esquineras, no hay gramática que lo comprenda ni que lo pueda negar. El alacrán se me huyó hacia detrás de la cortina. Alternaba mis gritos a la casera con vistazos hacia el bicho: su sombra ascendía buscando el sitio más oscuro. Yo tenía la chancleta levantada para destrozarlo, pero me pareció que era más urgente atender a la casera, que seguía patinando en los tiempos remotos. “¡El amor es paz con sexo, cabrones!”, gritaba ella ahora repetidamente con su voz enronquecida por la niebla, el frío, los años. Se escucharon expresiones como de argentinos. Pensé que eran de la pareja singadora, pero de esta me llegaban unos chillidos imponentes de la mujer: “!cógetelo, papacito!... ¡ya de una vez cógetelo!” y me imaginé al varón con el órgano en ristre listo para una acción que solicitaba, o quizá limosneaba, desde hacía tiempo. El alacrán se sentía seguro en las sombras, ni idea tenía de que lo iba a pulverizar. El varón lanzó un grito victorioso, un grito que seguramente hacía mucho tiempo anhelaba dar y que tuvo dos o tres réplicas desde otros “apartamentos”: “¡cállense, chingaos!”, se escuchó aquí y allá, las voces rebotando contra las paredes, el fierro de las escaleras. Volví a gritarle pidiéndole compasión a la ochentiañera, que se desgañitaba ventana afuera con pronunciación y acento de los argentinos norteños “¡sacúdeme la concha, pibe!”, intercalando con líneas sueltas, se supone que cantadas, de un tango a toda voz, a toda voz apagadiza pero robusta. Abajo, en las barrancas, se prendieron los faros de un automóvil, la luz dio directamente en mi ventana, en mi celda toda. “¡No!”, bramé al vacío. “¡Jabón! ¡Jabón! ¡Jabóooooon!”, aulló el varón de la pareja y tres o cuatro minutos después un ayayayay espeluznante de la mujer y luego de tres o cuatro más “qué rico, papacito, es tuyo, papacito, es tuyo, qué ricooooooo” y el varón emitía a todo pecho esas palabras intraducibles con que se celebran las grandes victorias. ¿Dónde tienes los ojos, alacrán, dónde los tienes? Levanté la chancleta. Entonces el voltaje bajó hasta lo mínimo. No podía ver al bicho.

9

Ayer al mediodía vi al albañil en la recepción de Telemaster y se me reveló de pronto el machismo y la homofobia que encierra este mandamiento bíblico: “No desearás la mujer de tu prójimo”. ¿Por qué Dios, en estas, sus Escrituras, no agregó: “ni desearás, mujer, al hombre de tu prójima”? Y más: “Ni desearás, homosexual, al homosexual de tu prójimo homosexual; ni tú, lesbiana, desearás la lesbiana de tu prójima lesbiana”. Cuán solos estamos en esta Tierra tratando de enmendar lo que no tiene arreglo, de hallar la respuesta que no hay. Al arbitrio, siempre, de la incertidumbre.

El albañil es bajo de estatura, algo encorvado, moreno, delgado, de cabello fino y ralo. Muestra la sonrisa de los inocentes y en las mejillas ese color grisáceo de los alcohólicos. Recordé entonces un verso de mi amigo y compatriota Ricardo Riverón Rojas: “Aprovecharse del más débil es la peor de las infamias”.

Antes, yo no me había incluido en algo así como la traición; quien traicionaba era Sandra Vélez: ella conocía a ese hombre, ella era su mujer; pero, sobre todo, ella le ocultaba algo que él debía saber, y eso, entre otras cosas, debe ser la traición: ocultar algo que el otro debe saber. Pero ayer al mediodía me incluí: uno, o al menos la conciencia de uno —creo que puesta de acuerdo con uno, para apoyarlo en la ruindad—, presiente que no es posible traicionar lo que no se conoce o a quien no se conoce. Pero ya en ese momento yo conocía al albañil, en persona, en su físico, en su caminar, su mirar, su sonrisa apocada, o lo estaba conociendo: ahí iba, caminando a mi lado mientras Sandra Vélez, avisada desde la recepción, venía hacia a él, hacia mí. Ya sabemos que la casualidad, el imprevisto, nos supera; es ella, la casualidad, la que nos Hace la vida. Y ahí íbamos a encontrarnos, los tres. Los pómulos de Sandra Vélez brillaban, se tragaban el grueso del resplandor del mediodía. En sus ojos se notaba un espanto, apenas controlado, que el albañil no podría vislumbrar. Su paso era grácil (ella jamás supo que su paso era grácil, ni supo que esta palabra, “grácil”, existía), como siempre, pero había un borde de angustia en su caminar; solo yo podría advertirlo. Bajé la cabeza al pasar junto a ella. Escuché a mis espaldas el chasquido de un beso de mejilla y la palabra “niño” dicha por el albañil. Según las normas de Telemaster ellos se quedarían en unas bancas que rodean a una suerte de vergel que se halla antes de las edificaciones. Ella entonces haría lo que, de perfecta manera, sabemos hacer, de nacimiento, los seres humanos: fingir.

Por la tarde, cuando yo subía la colina —zapatos, bajos del pantalón enfangados (había lloviznado), poniendo ese esfuerzo extra que exigía la tierra húmeda—recordé alguna crítica que una vez hiciera a una novela de mi amigo y compatriota Andrés Jorge: le pedía que justificara esa eclosión del amor, o de la pasión, o de la atracción, o del deseo, entre dos personajes de su obra. Alguna causa habría para ese surgimiento, le dije, nada reventaba así, sin una necesidad previa. Ahora, resbalando de tanto en tanto colina arriba, en busca del bajareque que Sandra y yo habíamos construido con unas cuantas ramas y pilares tomados de la vegetación ambiente para resguardarnos, y donde ella ya estaría esperándome, comprendí mi idiotez al exigirle al amigo que sustentara en la novela lo que nadie podría explicar: para asumir un poema, una pintura, el parto múltiple de una gota de lluvia en el cristal... solo es necesario estar vivo... Nada más.

Sería por un arrobamiento de Fe: cuando estaba a unos pasos del escondrijo mío y de Sandra Vélez, iba decidido a cambiar mis pareceres, mis razones en la Tierra: solo quien disfrute de una inigualable desconexión de sus encargos, persiste en semejante riesgo, yo, un tipo solitario, dependiente de las monedas que me pagaban en Telemaster y que tenía allá, lejos, a otros dependientes de esas mismas monedas. Por ejemplo, podía desbarrancarme colina abajo y morir, o al menos partirme la cabeza sin otro destino que el vertedero premortem de los que no tienen otra elección: la Cruz Roja, y así, quedar al pairo yo y los que de mí penden allá, mar de por medio, lejos; o podía resultar yo la diana de un atributo ancestral según la casta y el estamento justo con que me había empalmado: descubierto todo —lo cual era muy posible, en buena porción porque Sandra Vélez no tenía ring como para fingir más allá de la dosis congénita—, que el albañil me pasara por las armas, sorpresa mediante. Pero, principalmente, era una infamia inmedible aprovechar las pobrezas, las carencias del ánima del semejante, la pluralidad de ventajas para darle carne al Monstruo Efímero.

Aparté unas ramas. Fatigado, entré en la covacha. Resuelto a terminar —o terminarme— este cursidrama con Sandra Vélez. Ella estaba casi agazapada en un rincón. Con dos pasos breves saltó hacia mí. Se me metió en el pecho. Fueron mis manos —no yo—las que sacaron sus senos de debajo de su suéter. Una fracción de sol entraba por el ramaje, alumbrando justamente su torso. Sus senos acezaban.


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