Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Literatura, Literatura cubana, Novela, Narrativa

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De la novela en proceso editorial La sangre del tequila

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He visto mujeres policías que visten el pantalón ajustado a tal punto que se les puede apreciar ahí, pugnando contra la tela, el triángulo letal, y aun con solo un poquito de imaginación, la configuración de los labios exteriores. Por lo general, las personas que contemplan a una mujer policía se fijan en su pistola, el radiocomunicador, el chaleco antibalas, la tonfa, si es que la lleva, pero rara vez, lo he observado, ponen su vista en el bajo vientre, el empeine de ellas. Lástima: las mujeres policías que así se ciñen el pantalón no pueden sustraerse del delirio de ser mujer; por ello, esas, se lo ajustan hasta el desborde.

El reglamento dispone que el uniforme todo deba quedar entallado, pero no sobreexpuesto. Me ha contestado Lucía Luévano. Sin embargo, desde que ella se iniciara, algunas de sus compañeras asumían, en secreto, ceñirse en algo más el pantalón, de modo que el sexo se relevara al menos un poquito. Durante su carrera, me ha dicho, tantas veces ha escuchado anécdotas de compañeras que relataban cómo ayer paseaban el sexo, remarcado bajo la tela, durante un recorrido (si bien yo sé, porque lo he observado, decía antes, que nadie o casi nadie les ha mirado hacia ahí). No estaría yo muy desacertado si afirmase que estas mujeres policías, en esos momentos en que van exhibiendo su bizcocho y creen que se lo ojean, además de un placer congénito, sienten, sobre todo, al fin, el poder del triunfo, o al menos la asunción de una revancha que han aguardado desde que existe memoria. La tan nombrada emancipación de la mujer se da, principalmente, en esos instantes en que una mujer policía va ostentando su autoridad y su entrepierna.

¿Lucía Luévano alguna vez se uniformó con el pantalón ceñido en el empeine, o al menos pensó en ello?

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El hotel de paso Quinta las Delicias se halla en la calle Miguel Ángel de la colonia Alfonso XIII, donde todas llevan nombres de pintores clásicos. Abarca casi completamente una cuadra —tómese en cuenta que, según los urbanistas, la Ciudad de México posee las cuadras más largas del mundo— amparado por un muro gris por encima del cual sobresalen árboles altos y de gran ramaje.

En el interior hay una explanada que, cuando la vi por primera vez, dio el golpe bajo: me recordó otro hotel de paso muy parecido allá en La Habana, que como el Quinta las Delicias, tenía las habitaciones cercando al cuadrilátero que constituía la explanada. Solo que el habanero no contaba, como sí el mexicano, con árboles junto a paredes y muros —un naranjo incluido— frente a las hileras de habitaciones. Había pedido permiso a un empleado, de esos que están al aire libre orientando a las parejas que llegan, a pie —no pocas vi entrar de este modo, como si lo hicieran en el supermercado— o en automóvil para que tomen las habitaciones disponibles. Por veinte pesos me mostró el sitio, sin olvidar los cuartos desocupados en esos momentos, y aun intentó pasarme un bosquejo histórico del hotel. El Quinta las Delicias es un lugar apacible, manso diríamos, que sugiere algún paisaje lejano, de esos que uno puede ver en cuadros exóticos de regiones invernales. Yo tenía las referencias de este lugar por un anuncio, como disimulado, que había leído en una caseta telefónica. De acuerdo: era el sitio ideal para intentarlo de nuevo con Lucía Luévano; allí podría distenderme y a la par concentrarme a totalidad, lo cual tanto necesitaba.

La paradoja de la tecnología... En mis últimas visitas a la Gran Norte, Verónica me acechaba —sin saber que me acechaba justamente en la Gran Norte— mediante su teléfono celular y el mío. Ambos eran la utilidad de un litigio que ella había ganado a favor de un vendedor ambulante en contra de la Policía. Un vendedor ambulante, mixto, de esos que ponen sus anaqueles junto a las entradas de las estaciones del metro. Él le había regalado, como pago, dos teléfonos celulares furtivos que no necesitaban siquiera recarga de crédito. En mis tres o cuatro últimas visitas a Lucía, decía, se les sumó a las tres razones anteriores —el calor-vapor de su casa, o más bien de los ladrillos de su casa (calor-vapor que solía permanecer por un rato aun cuando el frío hubiese aumentado), la presión por el posible regreso de la Madre de su paseo obligado, y el rechazo al condón—, los telefonazos de Verónica. (Ella no me acechaba porque me amara, sino porque sentía miedo de que yo no la amara; de que no la amaran).

Todo lo que he contado sobre el físico de Lucía Luévano —excepto lo de su cabeza, su cara, sus orejas— lo pude aquilatar en realidad en el Quinta las Delicias; antes, en su casa, por la luz artificial moribunda, por la compresión que padecía, no pude verlo bien; o no se me ocurrió que era necesario verlo.

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Por la radio del pesero iban hablando de los osos panda, habían logrado en China la reproducción del oso panda en cautiverio. ¿Esto podría importarle a alguien que no tenía erección con la mujer capacitada para mitigarle los finales, con esa mujer sorpresiva para él, sorpresiva porque era una entre millones y millones iguales, que el oso panda se reprodujera en cautiverio? De ningún modo. Que el oso panda “al fin” se haya reproducido en cautiverio solamente le interesaría a los zoólogos y otros seres exquisitos. Lo mismo que si los dinosaurios habían sido voladores o si el lago Ojo de Quebec sea el resultado del impacto de un asteroide. ¿Me puede importar que los dinosaurios hayan volado, si yo no puedo volar? Con estos temas nos duermen la amargura de la derrota los medios de comunicación y quienes nos operan (someten) a través de ellos. Y nadie protesta. Nadie destroza una cabina de radio, una torre de televisión, quema las oficinas de un periódico. Todos (casi) seguimos esperando el próximo panda, el próximo asteroide, el próximo dinosaurio. Lucía estaba peinada como aquel día en que la vi por primera vez: el cabello tomado por un moño casi en el centro de la cabeza y como encolado en ambos lados de esta y en la nuca. Llevaba un vestido azul cielo, con florecillas de un azul más remarcado, un suéter y una bufanda negros. Zapatos de medio tacón también negros, algo desgastados. Al llegar al cementerio y verla vestida así se me aguaron los ojos como esos domingos en que he visto a una familia de barrio, el padre, la madre, los hijos, sin duda con sus mejores ropitas, pasear por el centro de la ciudad.

Cuando estaba observando a Lucía y Rafita mirar por última vez a la Madre en su ataúd a la entrada del crematorio, pensé cuántos hombres y mujeres en ese mismo instante estaban haciendo el sexo (el amor no se sabe) en una ciudad de veinte millones de habitantes; quizás dos millones de parejas de las cuales medio millón en ese momento estaban fraguando el muerto del futuro, que nacería bebé y sería amado y diría la primera palabra y daría el primer paso risueño idolatrado por la familia y luego iría a un parque público infantil inaugurado con cohetes y luces policromas por el alcalde...


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