Medicina total
A propósito de los cirujanos de Castro: ¿Qué une a los regímenes totalitarios con la medicina?
A Hitler le gustaban los perros, y al parecer los entrenaba en la ciega obediencia hacia él y la mordida feroz para los demás. El cirujano Ferdinand Sauerbruch llegó tarde a una cita con el Führer y —en castigo— fue recibido a solas por uno de esos animales. Cuando Adolfito hizo entrada, encontró a su perro —ya no tan fiero— gimiendo de placer a los pies de uno de los fundadores de la cirugía moderna.
La relación entre los regímenes totalitarios y la medicina merece un estudio detallado; a simple inspección resalta una dinámica de odio y acercamiento, un vaivén de sumisión y rechazo. Los tiranos pueden prescindir de músicos, escritores, dramaturgos y pintores; pero los buenos médicos son tan necesarios como lo ordena la megalomanía. Aunque se extralimiten y lleven sus diagnósticos más allá de las dolencias orgánicas.
En enero del año 1937, mucho antes del incidente del perro (y cuando nadie quería escucharlo), Sauerbruch le comentó a un colega su opinión sobre Hitler. Estaba convencido, después de haberlo observado durante algún tiempo, que se trataba de un caso frontera entre la genialidad y la locura. Si predominaba la última el sujeto podría convertirse en "el criminal más loco que el mundo haya conocido".
En abril volvió a encontrarse con el mismo colega y le hizo saber, como si hablara del tiempo, que el equilibrio se había desplazado hacia la demencia. La Oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos, antecedente de la CIA, recogió esa información y la tuvo guardada durante más de seis décadas.
La profesión médica y las dictaduras
La medicina, por su carácter de ciencia colindante con las artes, es una de las profesiones que más sufre el empobrecimiento de la vida intelectual que provocan las tiranías.
Los buenos médicos no se hacen por decreto; son el resultado de un tejido social extraordinariamente sutil y complejo, una red de conexiones que abarca, entre otras cosas, las genealogías de alumnos y profesores, los filántropos, la libertad de viajar y regresar, la búsqueda y el reconocimiento del talento a como dé lugar; o sea, con la mayor independencia posible de consideraciones de índole política, religiosa, étnica o sexual.
Esto le crea a los tiranos una disyuntiva muy difícil de resolver; un conflicto que se agrava con el envejecimiento, y ya sabemos cuán longevos pueden llegar a ser.
La profesión médica se empobrece con el tiempo de las dictaduras. Los profesores formados antes de la debacle terminan perdiendo sus facultades y se ven obligados, por ley natural, a pasarle el cetro a los mejores discípulos de un grupo cuya calidad ha sido sesgada por purgas y migraciones. Estos herederos iniciales, ya sea porque se dedicaron a la medicina con verdadera vocación (o porque guardaron en su memoria aquello de "la toga de mis maestros me queda grande y arrugada"), logran alcanzar niveles profesionales verdaderamente envidiables.
El asunto se complica en los relevos ulteriores. Un par de cambios generacionales y, "kaput", la medicina rueda. Pero los tiranos no por viejos se adoran menos y, mientras más se acercan a la muerte, más convierten sus achaques en asuntos de Estado. Al final se ven obligados —como el mendigo que funde sus monedas— a buscar bien lejos las flores que nunca dejaron crecer en sus patios.
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