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Recuerdos del olvido

Recuerdos del olvido (plaquette, cuento) Ed. Unión. La Habana, 1992. 32 pp.

Tres cuentos sobre la nostalgia y sus acechos, el pasado siempre agazapado, esperando por un mínimo desliz de la memoria, el decursar del tiempo y su erosión a veces indetectable... hasta un día. Historias de hoy que pudieron ser escritas ayer, mañana.

DE RECUERDOS DEL OLVIDO

Salto mortal hacia unos ojos verdes

Al perro que no tuve

(el paraíso perdido)

Carlitos se peina peina peina peina ante el espejo, tratando de que las ondulaciones del cabello se parezcan lo más posible a las que vio antes de ayer en una revista que llevaron a casa de Fiquito. Hace doce minutos que sustituye intentos fallidos por intentos fallidos, y no es sino ahora, cuando el nivel de exigencia ha descendido lo suficiente, que se conforma con ondulaciones más o menos aproximadas. Abre el escaparate y no encuentra la camisa de listas verdes, la que más grande le queda y, por eso, la que más le gusta. Al fondo hay un bulto de ropa por planchar. Lo levanta. Debajo está el viejo bozal de Tingo. Toma un momento entre los dedos las correas masticadas, verdosas de humedad y babas fósiles, y las deja en el mismo sitio. Abre el bulto y encuentra la camisa, como recién sacada de una botella. Él sabe que la vieja se la plancharía, nunca antes de arrearle un sermón, no uses más las camisas de tu padre, mira que después se pone bravo. Y prefiere plancharla él mismo. Más o menos. Mientras disimula, o por lo menos calienta las arrugas, continúa mirando el bozal dentro del escaparate abierto, y dentro del bozal ve a Tingo antes que tuviera bozal, cuando se conocieron a la entrada del zoológico. Alguna perra lo había parido en las inmediaciones y el cachorro se dio al vagabundeo entre los árboles copudos, evitando con un instinto envidiable las jaulas de los grandes felinos y el foso de los leones. Nacido varios días antes del ciclón Kate, Tingo alcanzó la sabiduría en materia de supervivencia aquella noche, cuando las ráfagas de 130 kilómetros por hora arrasaron la floresta y sufrió una experiencia irrepetible: llovían árboles. Bajo cada uno podía quedar su corta experiencia, espachurrada. Al día siguiente, cuando deambulaba, ciego de miedo y de ciego, como cualquier cachorro, entre las piernas de los humanos que intentaban evacuar cadáveres de árboles y apaciguar a las fieras nerviosas, alguien cayó al tropezar con él. Alguien que lo acarreó por una oreja, como un paquete, hasta la puerta, frente a la estatua de los venados, que ni se inmutaron. Alguien que lo lanzó a casi tres metros de distancia, a los pies de Carlitos, que había asistido esa mañana a curiosear los estragos del ciclón, avisado de que algo raro debía estar ocurriendo por los rugidos, relinchos, balidos, gruñidos, bramidos, graznidos, barritos, gamitidos, chillidos, rebudios, aullidos, silbidos, tauteos y mugidos de los animales. En lugar de fieras evadidas, cercos policíacos y fusiles con cápsulas de narcóticos, halló a Tingo, uno de los más raros estragos del Kate en todo el territorio nacional. Carlitos y Tingo, que aún no era Tingo, aunque ya era, se miraron exploratoriamente. Carlitos, desconfiando, con toda razón, de la pureza racial de Tingo. Tingo desconfiando, con toda razón, del género humano. Al fin depusieron sus desconfianzas y Tingo lo persiguió una cuadra. El niño miraba de cuando en cuando hacia atrás, momentos en que el perro se detenía y simulaba cierta indiferencia, que era su modo de precaverse. En una de esas retrovisiones,

Carlitos decide llevárselo a casa. Se detiene.

Tingo también.

Carlitos se acerca.

Tingo se aleja.

Carlitos lo persigue.

Tingo corre.

Carlitos se resigna. Regresa despacio.

Tingo sigue su huella a cierta y prudencial distancia, que no rebasa la esquina inmediata a la puerta por donde entra Carlitos para salir, minutos más tarde, con una escudilla en cuyo fondo yacen los restos de un litro de leche. La coloca en la acera y cierra la puerta. Otea desde la ventana, pero Tingo nota, receloso, la cabeza, y no se acerca a menos de seis metros. Carlitos termina aburriéndose y se va adentro. Media hora más tarde, descubre la escudilla vacía y los ojos agradecidos del perro desde la esquina. Dos días duró esa relación de enamorados lejanos, conciliados por una escudilla de leche. La distancia se fue acortando escudilla a escudilla, en la medida que se resignaban las dudas de Carlitos sobre la autenticidad racial de Tingo, y se disolvía en leche la desconfianza del perro. A la altura de la cuarta escudilla. Tingo permitió que Carlitos le pasara la mano y entró en la casa persiguiendo sus talones, asestándole inocentes zarpazos en tono de espérate espérate, repite Carlitos a su madre que lo llama ahora. Da los machucones finales a la camisa, desconecta la plancha y se sienta a comer, no con muchas ganas, porque teme llegar tarde. Adita Martínez, la niña más codiciada de 9º A, lo espera a las seis y media en la Fuente Luminosa, y lo último de lo último sería llegar tarde después de haber ensayado, durante casi dos meses, torpes invitaciones y tímidos halagos; más complejos que una escudilla de leche a la puerta de la casa. Casi dos meses inventando ante el espejo poses cautivantes, y preparando al acostarse discursos ingeniosos, amorosos, sabrosos y todo, menos empalagosos. Discursos que seducirían a Adita Martínez y le demostrarían que Carlitos es, efectivamente, el hombre de su vida. Discursos que más tarde serían abrumados, embrollados, reducidos a chorritos entrecortados de palabras; porque los ojos verdes de Adita tienen la propiedad de transmutar el torrente verbal de Carlitos en arroyos intermitentes de verano. Hoy no, hoy sí que no ─piensa y engulle sin pausas una cucharada tras otra (te vas a atragantar, muchacho), para no llegar tarde─. Corre a ponerse la camisa. Cierra el escaparate confinando a la oscuridad el bozal, confinando al Tingo que el bozal no ha olvidado, confinando sus recuerdos, y sale disparado. Chao, mima. Corre hasta la esquina, dobla la calle Reparto hacia Ulloa y desemboca por la calle Santa Rosa a la Avenida 26, que lo depositará, sano y salvo, cuatro minutos más tarde, en los ojos de Adita. Aunque no se da cuenta, porque ya son sus pies y no él quienes escogen el camino jalonado por la costumbre, es la misma ruta que tantas veces siguió con Tingo camino a la Ciudad Deportiva, aunque el trayecto de Tingo fuera una serie deshilvanada de meandros, lazos de pisadas anudándose y desanudándose a las piernas de Carlitos, como después perseguían juntos los flais en el campo corto, los roletazos y toques de bola, los batazos largos se va se va se fueeeee, por el center fil, y así llegaban bien cansados, sobre todo Tingo que, ignorante de las más elementales reglas del béibol, corría tras los jugadores, tras la pelota, tras el viento, tras las mariposas, tras sus visiones que a veces no tenían ni hilación con la realidad, ni con nada. Ese perro está loco, tú. Míralo. No te lo pierdas. Oye, Carlitos, mándalo a un sicólogo para perros. Seguro está enfermo de los nervios. Esa es la vieja tuya, que lo tiene quimbao. Porque Amanda detestaba a los perros y sólo le había consentido a Tingo con la condición de que no ensuciara (meara, cagara u otra conjugación), porque a mí nadie me considera, y además de aguantarles el reguero, con lo manganzones que están, el colmo es que venga un perro. Pero Carlitos no practicó la educación integral de Tingo. Le dejaba correr enloquecido, aunque a veces le echara a perder el juego, como cuando atrapó la pelota primero que él y mientras lo capturaban, les entraron tres carreras. Ganas me dan de tirar la pelota a jon con perro y todo. Pero era imposible convencerlo de que jugara banco. Cierta vez lo confinaron entre dos cajas vacías, pero los aullidos resultaron menos soportables que sus correteos por el campo corto. En el segundo ining tuvieron que soltarlo. Y en la casa sus meadas y otros embarres aparecían detrás del sofá, bajo la cama, al fondo de la cocina. Algunos destrozos de chancletas viejas fueron sobreseídos, no así los memorables zapatos nuevos de Amanda, que Tingo redujo a poco menos que huaraches pasándose por los dientes cada centímetro cuadrado de piel. Desde ese día, el odio teórico de Amanda se convirtió en lucha de contrarios sin unidad, contradicción antagónica insoluble por la vía pacífica. Desde aquel día Amanda advirtió: llévate el perro de la casa, porque si no, el día menos pensado. Y ese día fue la mañana siguiente de aquel otro cuando Tingo derribó de la mesita el búcaro favorito de la abuela; y apenas pudo escapar a la lluvia de insultos y escobazos, aprovechando la puerta entreabierta y un alto al fuego decretado por el cansancio de Amanda. A su regreso, Carlitos lo halló empapado, tiritando de aguacero y miedo, en la acera de enfrente. Amanda le advirtió que si no lo botaba sería peor, pero Carlitos no podía suponer. Ni siquiera le extrañó que a la mañana siguiente Amanda le dijera: Vete, vete corriendo, que vas a llegar tarde; yo le doy a Tingo la comida. A las diez de la mañana, la vaga inquietud tomó cuerpo de premonición, aún imprecisa, y Carlitos abandonó la escuela con un pretexto irrecordable, caminó de prisa las seis o siete cuadras hasta Tingo, echado a la puerta de su casa. Había algo inquietante en la posición del perro, yaciendo de flanco sobre la acera; en el hilo de saliva amarillenta que se descolgaba del hocico y ya había labrado un cauce que desembocaba en la calle. Carlitos se acercó con lentitud. Apoyó la carpeta contra la pared y empezó a pasarle la mano a Tingo por el lomo. Pero el perro no pareció reconocerlo. Abrió los ojos y lo miró con una pupila vidriosa donde pelotas, visiones y mariposas se habían apagado. Carlitos insistió en llamarlo, en acariciarle el lomo con tantos recuerdos compartidos, más que con las manos; pero Tingo le gruñó, por primera vez en tanto tiempo, por última vez en tan poco tiempo. Movió con trabajo el hocico y lanzó hacia la mano de Carlitos una dentellada desfalleciente que se quedó a mitad de camino. El retiró la mano y lo vio levantarse, temblando como de frío, aunque junio derretía el asfalto de las calles. Tingo echó a andar a trompicones, y en la esquina se detuvo convulsionado por un vómito verdoso que hizo saltar unas lágrimas sin lágrimas de sus ojos. La mano de Carlitos intentó una nueva caricia, pero el mordisco del perro le advirtió que ya Tingo no era Tingo, que los puentes habían sido levantados, que ahora el perro y él quedaban en dos orillas opuestas. Lo siguió calle abajo, viéndolo tropezar y tambalearse, viéndolo caer de vez en vez, acezante, cruzar a ciegas la Avenida de Puentes Grandes y salvar su lenta agonía entre chirridos de frenos y maldiciones de choferes. Las últimas cuadras de ese camino hacia la nada, el mismo que lo conduce hoy hacia los labios de Adita Martínez, la niña más codiciada de 9º A, las hizo Tingo entre chorros de saliva, vómitos y saltos torpes, porque la rigidez ya había hecho presa de sus patas delanteras. En la rotonda intentó bajar a la calle, pero sus patas lo engañaron y se desplomó al pie de la acera, con las mandíbulas contraídas, los ojos desorbitados como si intentara obtener a través de ellos no pelotas, ni visiones, ni mariposas, sino el aire elemental que los músculos petrificados le negaban. Al final, las contracciones lo hicieron saltar de un lado a otro como un pelele; los ojos giraron enloquecidos en las órbitas para detenerse, desmesurados, en una nube que debía estar muy muy lejos, porque esa mañana el cielo mostraba un azul sin accidentes, desleído por el Sol. Carlitos se sentó en el contén y dejó que sus lágrimas rodaran en silencio. Ni sollozos, ni espasmos que precavieran a los transeúntes. Durante media hora fue un niño descubriendo la muerte frente a un perro que no regresaría para explicársela. No tuvo valor para recoger el cadáver. Lo dejó allí mismo, en el sitio que Tingo había escogido; en el sitio que había escogido a Tingo para incorporar su muerte a los anales del asfalto. Durante los días subsiguientes evitó pasar por el lugar, y cuando volvió a verlo, ya el perro no era más que una calcomanía borrosa de la muerte, estampada por las ruedas de alguna rastra. Ya sus huesos, su piel, sus vísceras desecadas por el sol, se habían integrado al paisaje, como una naturaleza muerta (técnica mixta) ocupando un discreto rincón en el lienzo de asfalto.

(el paraíso cobrado)

Durante meses, Carlitos evitó caminar sobre el recuerdo de Tingo, sobre sus restos tatuados en la calle. Aún hoy, cuando ve a Adita esperándolo al pie de la fuente, sus pies eluden el lugar, encuentran otro cauce para alcanzar los ojos verdes, más húmedos que el chorro de la fuente, tan húmedos quizás como las mismas esperanzas de Carlitos. El discurso inaugural se reduce a una sonrisa y ¿quieres tomar helado? Rondan la fuente, se salpican, ella da un saltico hacia él como para no mojarse, como para salpicarlo con sus ojos, pero él no se da cuenta. Ella sí. Sabe que el salto fue mitad hidrofobia, mitad sabiduría no aprendida, ni premeditada; una sabiduría adquirida, quizás, en el código genético. Por eso es ella la que se sonroja. Sortean el tráfico y caminan junto a la verja de la Ciudad Deportiva. Ella desliza las manos por el alambre y de vez en vez se sacude de los dedos el polvillo de óxido. Él trata de alcanzar la eficiencia oratoria que ha venido preparando bajo la acuciosa mirada del Carlitos que habita en el espejo, el Carlitos que a esta hora se debe estar riendo como loco. Hay tramos de silencio, tramos de Matemática, Física, Español, tramos de playa, de fiestas, de canciones, amigos, bailes, revistas, mi familia y la tuya; hasta que llegan a la Ward. Naranja‑piña, mantecado, rizado de chocolate y cola. A ella no le gusta mucho, pero, bueno, está bien, si tú quieres. Un jimaguas. Y la naranja‑piña se reduce a un paladeo frutal y lejano, más que a la introducción para: Piña, naranja, y tú que pareces una fruta madura, ¿a qué sabes?, a todas las frutas juntas o mejor quizás, así debe saber una muchacha como tú, y ella sonrojada, tú eres tremendo, Carlitos, tú sí eres tremenda, y con lo que me gustan a mí las frutas, sobre todo las frutas que saben a todas las frutas y... Pero eso es lo que le dirá varias horas más tarde el Carlitos del espejo. No lo que fue, sino lo que pudo y no fue. Y ahora, a la salida de la Ward: ¿Quieres ir hasta el parque? ¿Cuál? El del pescado. ¿Tan lejos? No es tanto, chica. Mira: yo tengo que llegar temprano. Rápido. Rápido. Está bien, pero... Y caminan sobre las salpicaduras de luz y sombra, bajo los árboles que se interponen entre ellos y el cielo. Escogen el penúltimo banco, junto a la pequeña celda, de cara a los yerbazales indomados que se yerguen, más allá de la cerca, altaneros frente al césped domesticado. Tres minutos de conversación más tarde, Carlitos agota los temas que no le interesa tratar, y su lengua se niega a fabricar las palabras que sí quisiera decir, las palabras que Adita espera sin atreverse a provocarlas, y sin saber cómo. Carlitos se caga cien mil veces en Carlitos y, entre desesperado y náufrago en el océano de su incertidumbre, toma bruscamente la mano derecha de Adita entre las suyas y la aprieta fuerte, como para evitar su huida. Cierra los ojos, y se da cuenta de que ésto, más que una caricia, es una agresión. Entonces, con los ojos todavía cerrados, afloja lentamente la presión. Teme que ella diga algo, teme que la mano se le escape, como un pescado neurótico del chinchorro, como un sinsonte de la trampa, teme. Pero, aun liberada, la mano de Adita continúa allí y Carlitos siente que los dedos de ella se mueven, buscan el espacio entre los suyos, se trenzan. Cuando abre los ojos, ya las dos manos se han convertido en una mano de diez dedos, y los ojos de Adita están, más húmedos que nunca, muy fijos en los suyos. Caminan de regreso con las manos tomadas. Ensayan las caricias más torpes, las más inolvidables por eso mismo. Hablan de todo lo que saben y de lo que no saben, porque ya la lengua de Carlitos se ha recuperado de su parálisis momentánea, y defiende con fervor la música de Wamb, el heavy metal, los conciertos de rock del Ferretero, que él va a cada rato con su hermano; mientras Adita defiende con fervor a Roberto Carlos, las telenovelas y a José José. Qué va. Yo a ese José José sí que no lo resisto. Pues mira, que a mí sí... Pero ahora es distinto. Tú estás conmigo y en el Ferretero... ¿Qué? Que eso de oír a José José es una cheada y estando conmigo... Pues mira, fácil, yo soy una chea. Así que no estoy más contigo y ya. Y Adita echa a correr. Salta la calle hasta la fuente. Y de nuevo Carlitos se caga cien mil veces en Carlitos, pero ya está más entrenado y lo hace rápido, lo suficiente para alcanzarla casi de inmediato. Oye, chica, espérate. No seas boba. Sí. Soy boba por salir contigo y chea porque quiero. Oye, yo... Pero ella cruza casi sin mirar hasta la desembocadura de la Avenida 26. Justo antes de alcanzar la acera, Carlitos la retiene por un brazo. Mira, Adita, no seas boba. Suéltame. Si te suelto, te vas. ¿Y a tí que más te da, si yo soy una chea? Perdóname. No. Perdóname, chica. Oye a José José, y a Los Papines y a la orquesta sinfónica si tú quieres. Y a Roberto Carlos. También. ¿Y tú no decías que...? No. No importa. Yo te quiero así mismo (al fin me salió, coño). Entonces Carlitos la abraza, le toma el rostro y lo levanta hasta el suyo. Los labios de ella, cerrados, se unen por un momento a los de él, que trata de entreabrirlos como le dijo su hermano. Pero los de ella sólo se apoyan, contraídos. Y los senos pequeños titilan contra su pecho, y los muslos se apoyan en los muslos, y la piernas tiemblan, porque en ellas se refugian las precauciones que fueron desalojadas de la cabeza, el miedo que fue desahuciado del corazón. Y los pies de ambos, muy juntos, descansan sobre los restos de Tingo, que se diluyen en el asfalto, ahora que su recuerdo comienza a engrosar los neblinosos anales del olvido.