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Habanerías

Ser cubano, ¿o no?

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Como decía Theodor Heuss, “cada pueblo tiene la ingenua convicción de ser la mejor ocurrencia de Dios”, y los cubanos no somos la excepción, sino casi la regla. Si los norteamericanos se vanaglorian de sus inventos, nosotros nos jactamos de estar, multitudinaria y permanentemente, “inventando”. Frente al humor inglés, el relajo criollo; sabrosura vs. sex apeal; guara vs. charme; estar en talla vs. glamour; agilidad mental vs. pensamiento abstracto —como bien decía el cura español recién llegado a la Isla, cuando él pronunciaba “Dios te salve, María”, ya los cubanos estaban “entre todas las mujeres”—. Más astutos, simpáticos, calientes, ingeniosos y creativos que el resto de la humanidad, incluso los cubanos que desconocen las ciencias jurídicas se pasan la vida “legislando”.  Y ya que somos su mejor ocurrencia, el Creador lleva casi medio siglo estimulando no nuestra huida, sino nuestra persistente invasión al resto del planeta donde toda la especie aguarda impaciente por la oportunidad de parecerse a nosotros.

Ser cubano es algo más difícil de definir que ser “natural de la Isla de Cuba”. Hay cubanos nacidos en Oklahoma o Sebastopol; y noruegos de Coco Solo. Hay cubanos desteñidos, rellollos y cubanazos, el doble nueve de la cubanidad.

La complejidad y pluralidad semántica contrastan con el pedigrí del término, porque hace dos siglos existían apenas los protocubanos en estado embrionario, y Cuba, en tanto que nación, quedaba aún a  un siglo de distancia.

Ser cubano no es fácil de definir, pero es fácil de percibir: ninguno intentará disimular su nacionalidad. Por el contrario. Algunos lo confirman con el mismo énfasis que otros emplean para anunciar un máster en Harvard o el doctorado. El chovinismo del cubano es exotérmino: capaz de echar rodilla en tierra para defender los mangos del Caney, la playa de Varadero y las virtudes del personal, tan pronto desaparece el allien, no duda en reconocer (inter nos) que “este país es una mierda” y “si por mí fuera me iría mañana mismitico para la Conchinchina”. Basta recordar que en tiempos recientes dos millones han pasado de las palabras a los hechos.  Pero el cubano no emigra solo, como el resto de los humanos. Se lleva su país, una patria más portátil, y cuida sus nostalgias como a un animal doméstico.

Más pequeño y menos poblado que La Florida, el archipiélago cubano alcanza, en la mitología, dimensiones de potencia mundial, incluso en los dudosos privilegios de sus defectos. Como si los excesos del lenguaje compensaran los déficits de la geografía y de la historia. A pesar de que los cubanos están dispuestos a gritar por su patria, pocos se sienten tentados, como otros pueblos elegidos, a matar por ella (y menos aún a que los maten). Entre otras muchas razones, eso explica que al mayoral de la finca le hayan advertido: Cuando te mueras, avisa.

Ser cubano no es más ni menos que ser australiano, chileno o griego. Y aunque hay cubanos vocacionales, cubanos profesionales y cubanos amateurs, la mayoría somos cubanos involuntarios, con frecuencia crónicos. Los planes de reeducación no suelen dar resultado.

¿Cómo se conjuga este patriotismo con la epidemia trasnacional de los últimos años? ¿Por qué cientos de miles de compatriotas andan a la caza de una bandera de repuesto que cobije su futuro?

Parecería que basta explicar las razones del éxodo cubano del último medio siglo para responder las preguntas anteriores. Pero no es exactamente así.

Durante la república, la Constitución de 1940 estipulaba cuándo se era cubano por nacimiento y cuándo por adopción, cómo se podía recuperar la nacionalidad perdida, los cinco años de residencia continua que necesitaba un extranjero para obtenerla, los dos años de matrimonio o el matrimonio con hijos, y siempre renunciando a otra nacionalidad previa. También se explicaba que adquirir ciudadanía extranjera conllevaba la pérdida de la cubana, como servir militarmente a otra nación. Y que podrían perder la ciudadanía aquellos naturalizados que cometiesen ciertos delitos o marcharan más de tres años a su país de origen.

Cientos de miles de inmigrantes, especialmente españoles, dejaron caducar sus pasaportes, sus ciudadanías, y adquirieron la cubana. Pocos fueron los cubanos que emigraron, y menos aún los que cambiaron de nacionalidad.

La Constitución de 1992 es mucho más vaga que la de 1940, pero advierte que “los cubanos no podrán ser privados de su ciudadanía, salvo por causas legalmente establecidas” y que “no se admitirá la doble ciudadanía. En consecuencia, cuando se adquiera una ciudadanía extranjera, se perderá la cubana”. En la práctica, como puede verse en la página oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores, violando su propia constitución, el Estado cubano establece que “con la excepción de aquellos que emigraron antes del 31 de Diciembre de 1970”, toda persona de origen cubano, aunque haya adquirido otra nacionalidad, deberá viajar a la Isla con pasaporte expedido por Cuba, renovable cada dos años, que puede comprarse en los consulados correspondientes a un precio de 185 euros, cuando un pasaporte español válido por diez años cuesta 16, por ejemplo. Como se observa, las disposiciones del MINREX son más rentables que la Constitución.

Las razones del éxodo que ha convertido a Cuba de país receptor en país emisor, son bien conocidas. Otras migraciones tienen lugar cada día entre el sur y el norte del planeta, pero no siempre son irreversibles. Muchos viajan a Europa, Arabia Saudí o Estados Unidos con el propósito de levantar un pequeño capital que reinvertir más adelante (o al mismo tiempo, por medio de sus familiares) en sus países de origen. Ese emigrante no busca otra ciudadanía, dado que su perspectiva a largo plazo cuenta con las ventajas que le otorga la suya en su propio país.

(Ser cubano, ¿o no?   [2.23436e-07, Tue, 17 May 2005 00:00:00 GMT]  http://arch1.cubaencuentro.com/opinion/20050517/af7316d0c8ddd9315d41b2712b1822ff/1.html)



Un documento a releer

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Observando el devenir de los antiguos países comunistas europeos, es fácil descubrir la capacidad de reciclaje de los antiguos capos de la nomenklatura devenidos entusiastas demócratas, siempre que sean ellos quienes comanden la democracia y el mercado. Se trata de los mismos que en su día aplastaron cualquier atisbo de democratización en el áncient régime, los mismos que satanizaron el mercado.

El nuevo imperio del KGB en Rusia. Los ultranacionalistas de Moldavia y Macedonia, donde un importante sector de la nomenklatura,  que dirigía ministerios, comités estatales y grandes empresas socialistas, ha emergido de sus rojas crisálidas como las flamantes mariposas del libre mercado. No son una excepción, sino una regla en Albania, Bulgaria y Rumanía, en Serbia y Montenegro (en estos últimos, casi sin reformas, los viejos aparatos de seguridad apenas han cambiado de nombre y de uniforme).

En el Asia Central y el Cáucaso, en Ucrania, con diferentes modelos, han conseguido sobrevivir y medrar en el mundo que durante decenios combatieron.  En Bielorrusia, los ideólogos de la dictadura del proletariado sólo tuvieron que suprimir de los manuales la palabra “proletariado”.

En tales contextos históricos, es sumamente instructivo leer el documento publicado por “Los veteranos de la independencia al pueblo de Cuba”, el 28 de octubre de 1911. Y también es útil para quienes proponen durante el poscastrismo un ajuste de cuentas que rebaje la podadora hasta el nivel de CDR.

A los unos y a los otros, este documento, que cumplirá un siglo el año próximo, les ofrecerá una idea sobre el calibre moral, la sabiduría y el buen juicio de quienes construyeron la patria no con discursos ni proclamas, sino con su propia sangre. Un documento que hoy no requiere mayores explicaciones.

 

Los veteranos de la independencia al pueblo de Cuba, Octubre 28 de 1911

Conciudadanos:

Un gran movimiento de conciencia nacional agitó a la sociedad Cubana. Los veteranos lo inician y el pueblo cubano lo mantiene; la justicia lo preside; lo anima el patriotismo.

Cuando el 20 de mayo de 1902 la adorada bandera de los cubanos, saludada por todas las naciones, flameo sobre las fortalezas seculares, tras medio siglo de luchas desesperadas y gloriosas, los supervivientes de la legión libertadora, al calor de generosos y puros sentimientos estrecharon sobre su corazón a sus compatriotas; y unidos los cubanos bajo el lema de «La República con todos y para el bien de todos», comenzaron la vida dignificada, de un pueblo libre.

Rotas las cadenas, las servidumbres abatidas, el cubano, dueño al fin, de su Patria, alzo la frente al sol de un nuevo día de justicia, libertad y progreso; se arranco del corazón las santas iras de la guerra y abrir las puertas de la nueva sociedad a todas las actividades humanas, sin amargas exclusiones. Al español que lo combatiera y al compatriota que lo traicionara, ofreció por igual sus fértiles tierras, sus ricas industrias, su comercio, sus talleres, sus libertades y el amparo de sus leyes.

El cubano, ante el enemigo vencido, borró la sombra del opresor, y ante el propio compatriota que le asesinara en la emboscada cerró los ojos y brindo a todos, por igual, con piadosa mano, cuanto poseía la tierra que había redimido y las libertades que había conquistado. Lo único que no podía, sin demencia, ofrecerles, era la dirección de la nueva Republica. No podían resguardar nuestra libertad los que la habían combatido; la sociedad cubana no podía erigir en jefes a sus propios enemigos.

El pueblo cubano quiso para guía de la nueva nacionalidad el probado patriotismo, y así lo expreso con voluntad soberana, al elegir sus primeros magistrados. Quiso que los cargos públicos fuesen como debe ser, para la aptitud, la idoneidad, la honradez y el merito, no para la delincuencia. ¿Cuándo, en qué país, ni con que pretexto de igualdad, se ha visto premiada la traición contra la Patria?

Si en la igualdad ante la Ley pudieran, monstruosamente, confundirse el bien y la perversidad, que la conciencia universal y las leyes han separado, ni tendría castigo el delito ni estimulo la virtud, y la sociedad desquiciada en su fundamento moral, sin tradiciones, sin bandera y sin ideales, caería deshonrada ante las mas groseras fuerzas de la bestialidad humana.

Aquellos malos cubanos que alzaron sus manos contra Cuba, no ya conforme con el perdón de sus crímenes, se dedicaron, con diversas intrigas, a reconquistar en la República un predominio que, de subsistir, haría al pueblo cubano bajar humillado la frente, encendida por el rubor y la vergüenza. Alejándose casi siempre de los pueblos que fueron testigos de sus maldades, alistándose sigilosamente bajo los banderines de los partidos políticos y contaminando todo cuanto tocaron, han ido escalando aquellos puestos que debieron reservarse a los cubanos que carecen de manchas en su vida, a extremo tal que algunas localidades sufren la desdicha de tener como representante de la autoridad, a guerrilleros viles que en los aciagos días de la guerra gozaban en arrastrar por las calles, frente a las familias cubanas enloquecidas, los cadáveres ensangrentados de los mártires de Cuba.

BASTA YA DE MONSTRUOSA TOLERANCIA... De hoy mas nuestra pasividad seria imprevisión, deshonor, y cobardía. La República firme y fuerte después de tantos años de resignación, debe consagrar algunas energías a separar de la administración pública a los que traicionaron a la Patria.

La Ley Penal de Cuba, promulgada en la época revolucionaria, comprendía en el delito de traición, castigado con la muerte, al espía, al guerrillero, a todo cubano que, bajo bandera española, combatía contra Cuba, o de un modo directo favorecía al progreso de las armas enemigas. Y aun el mismo Código Penal español, todavía vigente en Cuba, define al traidor diciendo, con admirable concisión: «el que tomare las armas contra la patria bajo bandera enemiga».

Y si la ley Penal aquí vigente fija el concepto universal del traidor a la Patria, como un crimen tan horrendo que para él todos los pueblos de la tierra forjan la cadena perpetua y alzan la horca, ¿cómo vamos a tolerar que los traidores, adueñándose cautelosamente de la administración de la República puedan volver a traicionarla y hundir su acero en el corazón de Cuba? Cómo hemos de legar a la nueva generación con la muerte de nuestros mejores sentimientos, el ejemplo pavoroso y funesto de entregar ahora en nombre de una igualdad mentida y de una concordia vergonzosa, el dinero público, los honores y la autoridad de Cuba, a aquellos mismos siniestros guerrilleros ¡No!

Lejos esta de nosotros la idea de que se les aplique hoy el castigo a que se hicieron merecedores, porque con el último disparo que consagro la victoria, se proclamo como principio fundamental para el porvenir, el perdón de todos los agravios para restablecer con la paz moral de los espíritus, el equilibrio social perturbado; pero ni entonces ni después se reconoció como un dogma confiar a la traición la obra del patriotismo. ¿Qué menos puede pedirse a nuestro enemigo de ayer, amigo interesado de hoy para medrar a la sombra de las instituciones republicanas, que la renuncia de todo cargo público, que ni moral ni legalmente tiene derecho a desempeñar? Puede, si, vivir en Cuba como ciudadano o como extranjero, al amparo positivo de nuestras leyes protectoras, que defenderán su vida, su hacienda y su libertad; pero jamás, sin lastimar la conciencia nacional, pretenderá dirigir los destinos de la Republica.

Los veteranos de la Independencia en este conflicto inevitable, no por ellos provocado, sino por el cinismo con que los réprobos se van apoderando de los puestos oficiales y del porvenir de la Patria, señalan a los Poderes de la nación las inhabilitaciones prescritas contra los cubanos de «mala conducta» por la Ley del Servicio Civil, e invocando la justicia, la previsión y el sentimiento patrio, acuden al corazón del pueblo cubano, porque sería absurdo y monstruosamente inmoral calificar de «buena» la conducta de aquellos cubanos que pelearon contra Cuba, realizando un crimen de lesa patria, castigado con la pena de muerte en todos los códigos del mundo.

Somos los primeros en guardar las leyes y el publico sosiego, pero con tenacidad digna de la patriótica finalidad que perseguimos, lucharemos sin descanso hasta lograr el éxito completo, que en tan noble empresa habrán de secundarnos las autoridades y Poderes de la República, el pueblo de Cuba y esa generación joven, la mejor esperanza de la patria, y a la que los veteranos hemos de entregar, como precioso legado, el patriótico deber de velar porque no se mixtifique el amor a la nacionalidad cubana.

Nada pedimos para los Veteranos, aunque la miseria les hiera muchos hogares; sólo queremos que a los desleales sustituyan en los cargos públicos los cubanos que amaron a Cuba y los que no deshonraron su existencia; todos los cubanos, menos los que combatieron contra Cuba. Queremos, porque Cuba lo necesita más que ningún otro pueblo, que aquí siempre se execre la traición y se aprecie el patriotismo. Para los cargos de la Republica ya no deben confundirse los traidores con los patriotas. El que igualar pretenda a los demás cubanos al guerrillero vil tiene la conciencia de un guerrillero.

Qué los traidores aren en paz la tierra que sembraron de huesos cubanos, pero que jamás usurpen ni profanen los cargos de la República que tanto odiaron, los espías, los movilizados, los guerrilleros, los que profanaron el cadáver de Antonio Maceo y destrozaron la juvenil cabeza de Panchito Gómez, siniestros malvados cuya aparición en nuestros campos era para la familia cubana, la señal terrible del incendio, la bestialidad y la matanza, a cuyo furor brutal rodaban las ancianas cabezas y eran ahogados los sollozos de las madres y los gritos de la inmaculada inocencia.

Habana, 28 de octubre de 1911.

Por el Consejo nacional de Veteranos:

General Emilio Núñez Rodríguez, Presidente

General Silverio Sánchez Figueras, General Enrique Loynaz del Castillo, Coronel Cosme de la Torriente, General Juan E. Ducassi, General Manuel Alfonso Seijas, General José Miró Argenter, General Agustín Cebreco, General Carlos García Vélez, General Pedro Díaz Molina, General Hugo Roberts, General Francisco Carrillo Morales, General José Fernández de Castro, General Francisco de P. Valiente, General Carlos González Clavel, General Demetrio Castillo Duany, Coronel Manuel María Coronado, Coronel Agustín Cruz González, Coronel Aurelio Hevia, Teniente Coronel Casimiro Naya y Serrano, Coronel Manuel Lazo, Vicepresidentes.

Comandante Manuel Secades Japón, Secretario de Actas, Coronel José Gálvez, Coronel Dr. Eulogio Sardiñas, subteniente Dr. Edmundo Estrada, Comandante Dr. Miguel A. Varona, Comandante Miguel Coyula, Vicesecretarios.

Teniente Luis Suárez Vera, Secretario de correspondencia.

Coronel José Camejo, Comandante Armando Prats, Coronel Enrique Molina, Teniente Emilio Ayala, Comandante Miguel Ángel Ruiz, Vice-secretarios.

Coronel Manuel Aranda, Tesorero.

Capitán Armando Cartaya, Teniente Coronel Justo Carrillo, Coronel Lucas Álvarez Cerice, Coronel Fernando Figueredo, Coronel José N. Jane, vice-tesoreros.

También sumaban su firma al histórico documento más de un centenar de oficiales que iban desde Generales hasta Tenientes.



La carta de todos

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El sitio Orlando Zapata Tamayo. Yo acuso al gobierno cubano (http://orlandozapatatamayo.blogspot.com/), promovido por Verónica Cervera, Alexis Romay, Isbel Alba, Joan Antoni Guerrero, Enrique del Risco, Aguaya Berlín, Alina Brouwer, Alen Lauzán, Ana C. Fuentes Prior y Jorge Salcedo, ha convocado a todo el que lo desee a firmar una carta abierta “Por la libertad de los presos políticos cubanos”. Una carta que en la mañana del 16 de marzo ya ha recibido 5.640 firmas.

 

La carta aboga “por la excarcelación inmediata e incondicional de todos los presos políticos”, pide respeto a “los derechos humanos en cualquier parte del mundo”, recuerda “el decoro y el valor de Orlando Zapata Tamayo”, apuesta “por el respeto a la vida de quienes corren el riesgo de morir como él” e “impedir que el gobierno de Fidel y Raúl Castro continúe eliminando físicamente a sus críticos y opositores pacíficos” y condenándolos a penas inauditas por "delitos" de opinión, y pide “el respeto a la integridad física y moral de cada persona”.

 

Sea cual sea el credo político de cada cual, es difícil que alguien con un mínimo sentido de aquello que mi abuela llamaba “decencia” acepte estar en contra del respeto a los derechos humanos y a la integridad física y moral de todas las personas. Es difícil no admitir que la opinión no puede ser un delito, y que es un imperativo moral la excarcelación de todos los que hoy sufren prisión por esa causa. La carta se dirige a “todos los que han elegido defender su libertad y la libertad de los otros”. También será difícil que alguien se confiese un liberticida absoluto –incluso Fidel Castro siempre ha defendido la libertad de un ciudadano cubano--.

 

Hasta los voceros del castrismo tardío, dentro y fuera de la Isla, deberán admitir (aunque sea en su fuero interno) el valor y la integridad de alguien capaz de comprar su dignidad al costo de la vida.

 

En lo anterior reside el poder de convocatoria de esta carta que, hasta el momento, han firmado socialdemócratas y democristianos, liberales y conservadores, izquierdas y derechas, intelectuales, obreros, profesionales, políticos, estudiantes, ateos y creyentes. No se dirige a una élite ni a una facción, no se restringe a una secta de compadres. Está dirigida “a los hombres de buena voluntad” (Lucas, 2, 14), de ahí la respuesta.

 

Confieso que antes de firmar la carta no averigüé quién la promovía, ni de qué secta ideológica provenía. Me atuve al texto. Lamentablemente, no es infrecuente que muchos compatriotas se ocupen antes de averiguar si un texto es propuesta de A o de B, de los “míos” o de los “otros”, qué oscuros protagonismos se esconden tras cualquier pronunciamiento, y dosifiquen entonces firmas o abstenciones. El contenido es lo de menos. Lo importante es el remitente. Algo que favorece siempre al destinatario.

 

Hoy, y aunque ocurre en circunstancias luctuosas, la masiva firma de esta carta me ha proporcionado una verdadera alegría. Por una vez somos capaces de echar a un lado cualquier otra consideración que no sea la defensa de las libertades y los derechos, no sólo de los cubanos, sino de cualquier ciudadano del planeta.

 

Después de su maquinaria represiva, el poder del castrismo reside en su capacidad de dividir y en su falta de escrúpulos. No ha dudado en fomentar el egoísmo y el miedo, convencer a cada ciudadano que está siendo continuamente vigilado, infiltrarse en la intimidad de las personas y minar de agentes hasta al menor grupo disidente. No ha dudado en extorsionar, amenazar y comprar fidelidades. Y no sólo en la Isla. Monopoliza la palabra y administra el silencio, de modo que pueda difamar, mentir y ocultar impunemente. Como Elegguá, el gobierno cubano abre o cierra los caminos a sus súbditos. La mayoría evita en silencio las complicaciones del tráfico. Y como amo de llaves, abre y cierra la puerta para visitar a la madre enferma, al hijo, al hermano. Rehenes filiales que amordazan a no pocos en el exilio.

 

Durante decenios nos prometieron el advenimiento del “hombre nuevo”. Pero la cosecha de personas ha sido tan desastrosa como la de papas. Si un “hombre del siglo XXI” ha aparecido en Cuba es el jinetero. El castrismo ha creado, eso sí, dos millones de ciudadanos: los que fuera de la Isla nos hemos librado del lastre totalitario y hemos asumido esa condición que combina libertad y responsabilidad, y los hombres y mujeres que dentro de la Isla compran cada día su libertad arriesgándola.

 

Asumir la responsabilidad como ciudadanos de esa isla virtual y democrática que los cubanos merecen es abogar por lo esencial, una sociedad abierta, plural, democrática, inclusiva y respetuosa de las libertades, y postergar lo secundario para ese día, quizás no demasiado lejano, cuando la soberanía de la nación recaiga verdaderamente en el pueblo y éste pueda elegir libremente su destino.



Pagar en cubanos

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“Esto es Castilla, señores, que hace a los hombres y los gasta”, dijo en el siglo XIV Alfonso Fernández Coronel, a punto de morir por orden de Pedro I de Castilla. Al girondino Pierre Victurnien Vergniaud, quien sería guillotinado por los jacobinos en 1792, se atribuye la frase: “Es de temer que la revolución, como Saturno, acabará devorando a sus propios hijos”. Los hermanos Castro, en cambio, han optado por pagar en cubanos sus facturas.

 

Por el contrario que el peso, la moneda nacional devaluada y sin solvencia internacional, los cubanos son una moneda dúctil que sirve para comprar petróleo, protagonismo geopolítico, impunidad y miedo.

 

La última transacción acaba de producirse con la muerte de Orlando Zapata Tamayo, albañil, negro y disidente, tras 86 días de huelga de hambre. No se trató de un error. Ni siquiera de una negligencia criminal. Las autoridades cubanas, que cuentan con uno de los más afinados sistemas represivos del planeta, estaban perfectamente al tanto, pero ya habían calculado la utilidad de esta muerte como moneda para adquirir impunidad y miedo. Quien intente comprar dignidad usando su propia vida, deberá pagar al contado. Con la ventaja añadida de que la inmensa mayoría de los cubanos, víctimas de un monopolio de la información que administra los silencios, jamás conocerá lo ocurrido. De cara a la opinión mundial, cuyo acceso a la información no se puede racionar desde La Habana, se echó a andar de inmediato la maquinaria de contra-propaganda: amanuenses orgánicos y compañeros de viaje se encargan de divulgar que Orlando Zapata Tamayo era un delincuente de poca monta cuyo último acto no fue una acción política sino un intento de robo. Intentó robarle a la Revolución su prestigio, siguiendo instrucciones de Estados Unidos, el culpable de todos los males.

 

El caso de Zapata Tamayo es parte de una tradición que comienza en 1959, cuando Huber Matos, en protesta por el giro totalitario de la revolución que había contribuido a instaurar como comandante de la columna 9 del Ejército Rebelde, presentó su renuncia a la jefatura del ejército en la provincia de Camagüey. Fidel Castro no se atrevió a fusilarlo, pero lo condenó a treinta años de prisión por traición a la patria, es decir, a él mismo. Con treinta años de la vida de Huber Matos, Castro compró su derecho al monólogo, la garantía de que nadie más, ni siquiera un héroe de la guerra, se atreviera a pensar por su cuenta o a desertar de la nave que ya había zarpado.

 

Durante los años 60, consolidado su mandato vitalicio en la Isla, Fidel Castro relanzó su carrera hacia un protagonismo en la política continental y, de ser posible, universal. Miles de jóvenes cubanos y latinoamericanos fueron entrenados para fundar en toda América Latina guerrillas monitoreadas desde La Habana. El cubano como moneda para adquirir hegemonía se extendía a otros ciudadanos del continente. El clímax fue, primero, la precipitada lectura de la carta de despedida de Ernesto Che Guevara, lo que vetaba su regreso a la Isla, y luego, su abandono en la selva boliviana. Fue el precio a pagar por la recomposición de las relaciones con la Unión Soviética, contraria al aventurerismo cubano, algo imprescindible para conseguir su patrocinio económico. Más tarde, la política militar de Castro en África sería concertada con la casa matriz del comunismo mundial. Cientos de miles de cubanos combatieron en las selvas y los desiertos africanos. Varios miles comprarían con sus vidas el protagonismo del líder.

 

En 1980, tras los acontecimientos de la embajada de Perú, donde se refugiaron 10.856 personas ansiosas por huir del país, se desató un pogrom contra todo el que quisiera emigrar. Los “mítines de repudio” —palizas y humillaciones públicas— eran el precio para mantener el orden en el cuartelillo nacional. Al final, no dudaron en vaciar cárceles y manicomios, y embarcar hacia Estados Unidos a delincuentes peligrosos y enfermos mentales. La “bomba de cubanos” surtió efecto; Estados Unidos se sentó a negociar un acuerdo migratorio.

 

La invasión a Granada el 25 de octubre de 1983 fue, posiblemente, la mayor tragicomedia en el uso de los cubanos como moneda durante este medio siglo. En ese momento había allí 745, incluyendo al personal diplomático, 42 asesores militares y de seguridad, médicos, maestros, y unos 700 constructores que trabajaban en las obras del nuevo aeropuerto de Punta Salinas. El 22 de octubre, mientras las tropas norteamericanas se dirigían a Granada, Fidel Castro envió un mensaje a los cubanos: “Organizar una evacuación inmediata de nuestro personal (…) podría resultar altamente desmoralizador y deshonroso para nuestro país ante la opinión mundial (…) si Granada es invadida por Estados Unidos, el personal cubano defenderá sus posiciones en sus campamentos y áreas de trabajo con toda la energía y el valor de que es capaz”. El coronel Pedro Tortoló fue enviado de urgencia para encabezar la defensa. El día 25, mientras se desarrollaban los combates, Estados Unidos comunicó a Cuba que las acciones de sus tropas en Granada no tenían como objetivo el personal cubano, y que su evacuación no sería presentada como una rendición. La respuesta de Fidel Castro fue un ultimátum: la invasión debería cesar y, en cualquier caso, a los cubanos se le debía dispensar el mismo tratamiento que a las tropas granadinas. Ese comunicado, que ordenaba resistir a 700 constructores mal armados frente a la 82° Airborne Division, dos batallones de Rangers y un team de SEALS, 7.300 hombres perfectamente equipados, no sólo convertía a los constructores en soldados, un objetivo militar, los convertía en mártires. El último mensaje del Comandante en Jefe ordenaba luchar hasta el último hombre. Y esta vez el aparato de propaganda del régimen se superó a sí mismo: convirtió los deseos en noticia. Todas las emisoras del país anunciaron que, tras heroica defensa, el último cubano acababa de morir abrazado a la bandera. La realidad fue que ante la infinita superioridad del enemigo, y no contando con la vocación suicida impuesta por La Habana, los primeros en huir y refugiarse en la embajada soviética fueron los asesores militares y los dirigentes de la misión cubana, empezando por el coronel Tortoló. Siguiendo su ejemplo, los constructores se rindieron. Entre ellos hubo 25 bajas mortales, 59 heridos y 638 prisioneros, todos devueltos a la Isla. Las verdaderas intenciones de aquella orden de suicidio quedaron claras el día 26 de octubre. Un periodista de la CBS preguntó en rueda de presa: “¿No existe la posibilidad de que usted sacrifique a los cubanos?”, a lo que Fidel Castro respondió: “Bueno, no seríamos nosotros, serían los Estados Unidos los que estarían sacrificando a los cubanos, porque ellos son los que iniciaron el ataque”. Calculaba que al módico precio de inmolar a 700 trabajadores civiles cubanos, adquiriría seguridad para su gobierno. La administración Reagan debería reconsiderar el costo de una posible invasión a Cuba.

 

En 1989, corrían tiempos de glasnost y perestroika. No podía permitirse que altos mandos militares, la mayoría formados en academias soviéticas, consideraran la posibilidad de repetir en Cuba la experiencia de Gorbachov. Fidel Castro no dudó en sufragar su propia seguridad en el poder con la vida del general Arnaldo Ochoa, Héroe de la República y su militar más condecorado. Al mismo tiempo, y ante las inminentes declaraciones de un narcotraficante capturado por la DEA, quien dio pruebas concluyentes de la implicación institucional del gobierno cubano en el tráfico de drogas, compró su propia inmunidad con las vidas de los hermanos La Guardia y otros oficiales del Ministerio del Interior.

 

El año en que la palabra “balsero” se universalizó fue 1994. De nuevo se abrió la válvula de escape para aliviar la presión interna. Fueron interceptados en alta mar 32.362 cubanos tras abandonar la Isla en precarias embarcaciones. Un número indeterminado murió en el intento. Pero antes se había producido una oleada de secuestros de embarcaciones. Castro necesitaba escarmentar a quienes empleaban este método de huida. En la madrugada del día 13 de julio de 1994, zarpó de La Habana el viejo remolcador de madera “13 de Marzo” con 68 personas a bordo. A siete millas de las costas cubanas, fue hundido por dos remolcadores de acero, ante la mirada impasible de las lanchas de guardafronteras que se mantenían a cierta distancia. La imprevista aparición de un buque griego, obligó a los militares a rescatar a los 31 supervivientes. Treinta y siete personas murieron, entre ellos diez niños. El Estado cubano se ha negado a recuperar sus cadáveres. Una lección semejante fue impartida en 2003, cuando tres jóvenes de raza negra fueron juzgados y ejecutados en 72 horas, a pesar de que su intento de secuestro no produjo víctimas ni daños materiales. El cumplimiento de la sentencia se comunicó a sus familiares cuando ya los jóvenes habían sido enterrados.

 

A inicios de 1996, el presidente Bill Clinton se manifestó en contra de ratificar con su firma la Ley Helms-Burton, que conferiría al embargo el carácter de ley y dificultaría su eventual derogación. El 24 de febrero, Raúl Castro ordenó el derribo, sobre aguas internacionales, de dos avionetas civiles de la organización Hermanos al Rescate. El 12 de marzo, Bill Clinton firmó la ley y garantizó a los hermanos Castro la continuidad de una política que ha servido de excusa para el recorte de libertades y de “explicación” a todos los desastres económicos en la Isla. Para esta transacción bastaron las vidas de aquellos cuatro tripulantes.

 

A pesar de la persecución y el acoso de la policía política, a inicios del nuevo siglo se produjo un considerable aumento de la actividad disidente en Cuba. Veinte mil cubanos habían firmado el Proyecto Varela, solicitando una modificación constitucional. Era el momento de dar al pueblo cubano otra lección y ratificar el monopolio del poder, sin márgenes para la discrepancia. Durante la Primavera Negra de 2003, en juicios sumarísimos, fueron repartidos 1.450 años de prisión entre 75 disidentes, activistas y periodistas independientes.

 

El uso de los cubanos como moneda de cambio no se reduce a la adquisición de impunidad, monopolio del poder o seguridad para el gobierno de los Castro. Cientos de miles de profesionales —médicos, maestros, asesores militares, deportivos— sirven por igual para adquirir alineación en la arena internacional de gobiernos agradecidos, que para comprar petróleo a Venezuela. El Estado cubano les paga un estipendio simbólico y se embolsa el 90 por ciento de lo que esos países pagan por sus servicios. En otros casos, el pago es político. Los cooperantes cubanos ponen el trabajo y, en ocasiones, la vida. Los Castro reciben el agradecimiento.

 

El sistema es equivalente al de aquellos dueños que en los siglos XVIII y XIX “echaban a ganar” a sus esclavos. Convertidos en carpinteros, canteros o prostitutas, los esclavos trabajaban por cuenta de su amo que, en ocasiones, les permitía ahorrar una parte de sus ingresos para comprar su libertad.

 

Incluso los dos millones de exiliados cubanos tienen valor de cambio. Desde 1959, todo ciudadano que se exiliara era despojado de sus bienes, empresas, casas, autos, pero también de sus joyas, sus efectos personales y hasta sus recuerdos familiares. A cambio de su libertad, se le expropiaba toda huella de su vida anterior, excepto su memoria. El gobierno cubano decide a quién se permite emigrar y a quién no. Para que un niño viaje son sus padres, no basta la voluntad de estos. El Estado deberá autorizarlo. Y ha implementado un sistema de ordeño al exiliado. Tasas abusivas por la documentación necesaria para emigrar y por los servicios consulares una vez fuera de la Isla. Un gravamen del 10 por ciento a los mil millones de remesas. Si un exiliado desea invitar a un familiar cercano que resida en Cuba, deberá sufragar la costosa documentación y, más tarde, abonar una tasa mensual por su presencia. Como propietario de todos los cubanos, el Estado te alquila por meses a tu padre, a tu hermano o a tu madre. La exportación de cubanos se ha convertido en la industria más rentable del régimen.

 

Abolida su condición de ciudadano, el cubano, reducido a súbdito, puede ser alquilado o vendido, deberá comprar al contado su manumisión, como los esclavos del siglo XIX y, en caso necesario, su vida será un bien que el Estado administrará a voluntad.

 

Orlando Zapata Tamayo pretendió comprar su dignidad al precio de su vida. Los hermanos Castro no han dudado en costear una lección magistral con su cadáver.



Grados de Libertad

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El espín electrónico, postulado en 1925 por Gouldsmit y Uhlenbeck como único modo de explicar el efecto Zeeman, es un grado de libertad interno de las partículas. Y a su vez, existe conexión entre las variables espacio-temporales y los grados de libertad internos, o espín. Esto provoca la llamada helicidad, cuya manifestación macroscópica, en el caso de los fotones, es la polarización de la luz.

 

Lo asombroso es que estas leyes de la física se cumplan en la vida social. A pesar de la compleja organización que supone esa porción de materia llamada ser humano, con harta frecuencia se comporta del mismo modo que una partícula elemental, sometida a un campo magnético, a un campo político, y a fuerzas de toda índole ejercidas por el medio.

 

Si asistimos a la conferencia ofrecida por un intelectual cubano residente en la Isla, por ejemplo, solemos apreciar un manejo exquisito del lenguaje. Puede que la charla versara sobre al art noveau en Güira de Melena, o la presencia de zurdos en la narrativa de los 90. En cualquier caso, indefectiblemente, aparecerán al final, entre las preguntas del público, temas comprometedores que el conferenciante se verá obligado a sortear apelando a alguno de los siguientes estilos:

 

1-El estilo directo: En el caso de que el interpelado opte por repetir, textualmente, las recetas que ha contraído tras la lectura asidua del diario Granma, y una intoxicación masiva de discursos. Cabe diferenciar que ello puede ser auténtico (existen casos) o una puesta en escena no siempre convincente. Las artes histriónicas requieren aptitudes y mucho ensayo. Las artes históricas, también. Las artes histéricas, menos.

 

2-El estilo indirecto libre: Muy conocido desde Proust, este estilo permite llevar la ambigüedad del idioma hasta límites que harían palidecer de envidia a muchos académicos. Se trata de ofrecer una explicación posmoderna y deconstructiva sobre la ausencia de malanga en los mercados de Cacocún; demostrar que la “democracia participativa” made in Cuba hunde sus raíces en la polis griega; o que en la Isla existe una “dirección colegiada” y no una dictadura unipersonal, sin aclarar que en todo colegio hay un director y muchos alumnos. O, en su segunda variante, denunciar la falta de democracia, libertades y malanga; pero de tal modo que sea muy difícil aislar las palabras comprometedoras, encajadas como gravilla en su discurso de hormigón armado, donde a simple vista es posible descubrir, casi exclusivamente, palabras que sirven de mera guarnición. Esto tiene una doble ventaja: Los presuntos censores son incapaces de detectar las huellas del delito ideológico. Y el público no entiende nada, pero lo atribuye a su propia incapacidad intelectiva, sin repetir la pregunta.

 

3- El estilo elusivo. Más peligroso que el anterior, es ejercido por intelectuales cuyos criterios sobre la situación cubana son alternativos, cuando no francamente disidentes. Se trata entonces de perseguir el rastro de la verdad, borrando más tarde las huellas, para que los rastreadores del sistema sean incapaces de darles caza.

 

Y no digo que lo anterior sea censurable. Los humanos por lo general no vivimos como queremos, sino como podemos, lo cual en este caso puede incluso ser beneficioso para la literatura, dado el entrenamiento que supone en el arte de la ambigüedad, el escamoteo de obviedades y la plurisemántica.

 

Algo similar, aunque lingüísticamente menos sofisticado, ocurre cuando en un círculo más o menos público, conversamos sobre la circunstancia cubana con residentes en la Isla de los oficios más diversos, ajenos a los subterfugios de la palabra. Tanto en ellos como en los anteriores, las variables espacio-temporales han condicionado el espín, los grados de libertad internos. Aún cuando se encuentre en un espacio donde expresar sin ambages sus opiniones no está penado, el cubano de la Isla sufre una especie de retraso inercial. Tras cincuenta años pensando lo que no dice para más tarde decir lo que no piensa, la cautela expresiva forma ya parte de sus reflejos incondicionados, e incluso de un sistema inmunológico que le ha permitido sobrevivir a las peores epidemias ideológicas hasta la fecha. Vale recordar que el cubano carece de esa libertad que Harry Truman definía como “el derecho de escoger a las personas que tendrán la obligación de limitárnosla”. Por el contrario, las autoridades cubanas parecen haber leído a Don Karl Marx cuando aseguraba que “nadie combate la libertad; a lo sumo combate la libertad de los demás”. Once millones de demás lo corroboran.

 

Si ese cubano opta por el exilio, transcurrirán meses durante los cuales escuchará en silencio conversaciones “subversivas”, mirando de vez en cuando hacia atrás; porque aún no ha logrado despojarse del síndrome Van Van: “siempre hay un ojo que te ve” y “nadie quiere a nadie, se acabó el querer”. “Cree el aldeano que su aldea es el mundo”, dijo Martí, y cree el cubano que “en cada cuadra un comité” es axioma universal, cuando hoy no pasa de ser el boceto de slogan para un parque temático de la Guerra Fría.

 

Poco a poco el cubano transterrado irá rotando su discurso, dando salida a palabras “inconvenientes” reprimidas durante muchos años. En la misma medida que se vaya despojando, no de la represión externa que ya eludió, sino de la autorrepresión instalada que, por obra del instinto de conservación, ha adquirido la categoría de “normal”; su formulación de la realidad se irá acercando cada vez más a su, hasta entonces, concepción íntima e impronunciable. El cerebro y la lengua harán las paces.

 

Recuerdo a aquel perro que se jugó el pellejo saltando el muro de Berlín bajo una lluvia de balas en dirección oeste –el tráfico en sentido contrario era muy despejado–, y una vez a salvo, se desquitó ladrando a toda hora, hasta que los vecinos lo echaron a patadas. Así mismo, puede que el cubano recién desinsularizado se arranque de un tirón la mordaza y comience a librarse por exceso de varios decenios por defecto. Pero no se trata de un acto de libertad, sino de un acto de desesperación lingüística, la consumación de su éxodo. El beduino lanzándose de cabeza a la charca tras cruzar el desierto con la cantimplora vacía.

 

Por el contrario que en la física cuántica, donde la helicidad causada por la modificación de los grados de libertad provoca en los fotones una inmediata polarización de su luz; los humanos tenemos que aprender el ejercicio de la libertad. La dictadura, impuesta desde una entidad superior e inapelable, sólo exige al ciudadano mutilar su albedrío para acomodarlo al lecho de Procusto (¿Procastro?). La libertad, en cambio, te ofrece sus múltiples esclusas entre las que deberás elegir; tarea a la que tendrá que habituarse el sujeto (des)entrenado desde el parvulario para escoger entre rizado de fresa y rizado de fresa. Elegir es el más arduo aprendizaje que te exige una sociedad donde, de contra, deberás habituarte a la idea de que eres dueño de tu propio destino, es decir, donde nada “te toca” salvo que te lo ganes.

 

De modo que alcanzar una confortable y bien pensada compatibilidad entre la libertad de pensamiento –que el cubano disfruta también en la Isla siempre que no se le ocurra pronunciarla, quizás porque el máximo líder se tomó en serio la exclamación de Voltaire: “Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo”-- y su traducción a las palabras, es tarea que llevará su tiempo, sus progresos y retrocesos. Desmantelar los mecanismos de supervivencia. Despojarse de la censura instalada por defecto en el RAM de la máquina. E incluso de cierto pavor a irse de rosca hacia los excesos que una educación monoteísta ha satanizado tantas veces. La palabra “gusano” es como una guasasa molesta que revolotea a su alrededor, y 50 años de propaganda goebeliana le han amaestrado para espantarla. Aunque el gusano sea bicho más laborioso y útil que la mariposa. Al cabo, con suerte y un poco de entrenamiento, alcanzará su justo espín y polarizará su luz a la medida de sí mismo. Comprenderá que “la libertad significa responsabilidad; por eso la mayoría de los hombres le tiene tanto miedo”, como decía George Bernard Shaw. Comprenderá una verdad que Don Manuel Azaña postuló en días difíciles para la libertad, esa que, según él, “no hace felices a los hombres, los hace sencillamente hombres”. Si no lo hace, es suya también la libertad del subterfugio, del silencio o de la verdad mutilada.