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¿Escudo o estrella?

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Cien mil millones de dólares es el costo estimado del escudo antimisiles propuesto por el presidente norteamericano George Bush. Aunque todavía están en veremos tanto el costo real como su viabilidad tecnológica.

 

La versión 2001 de la Guerra de las Galaxias consiste en un sistema de once satélites dotados de sensores infrarrojos, desplegados en varias órbitas, que detectarán los presuntos misiles atacantes, y con la ayuda de radares de última generación, distinguirán a éstos de los señuelos, ordenando a las instalaciones de tierra y los barcos, el lanzamiento de los interceptores que los destruyan en vuelo. Un sistema tan complejo no sería operativo hasta el 2011. La variante más modesta sería una red de enormes radares en tierra que desde Alaska (para monitorear a Corea del Norte) y desde Maine (para Irán e Irak) detectarían los misiles precozmente. Se habla incluso de un radar en territorio ruso. Los interceptores serían disparados desde veinte bases repartidas por el mundo y operativas en 2005, con la perspectiva de llegar a 250 bases en los siguientes cinco años. Otros proyectos mencionan una red de barcos equipados para la detección y la intercepción, y el empleo de lásers, ya probados por Estados Unidos e Israel, para la destrucción de misiles de alcance medio.

 

Aunque el enemigo más temido es la innombrada China, se menciona a Irán, Irak y Corea del Norte como los presuntos terroristas atómicos, “gobiernos irresponsables” capaces de lanzar un ataque nuclear contra Estados Unidos, aunque el resultado de la respuesta sea su propia desaparición como países.

 

La reactivación de esta iniciativa deja en papel mojado el tratado ABM suscrito entre Rusia y la URSS en 1972, que les comprometía a no desarrollar sistemas antimisiles, garantizando la destrucción de ambos en caso de confrontación nuclear, con el consiguiente efecto disuasorio.

 

Hasta el momento, la respuesta de Putin a la propuesta no ha pasado de la retórica. En parte, porque se trata aún de un proyecto cuya viabilidad está por ver —la efectividad política para una parte del electorado norteamericano queda asegurada—, y en parte por las garantías de Bush de que el paraguas detendría una llovizna atómica coreana, pero no un aguacero ruso, con lo que se mantiene el efecto disuasorio que dictó los acuerdos de 1972.

 

También Putin ha colocado sobre la mesa una contrapropuesta: crear un sistema conjunto, que protegería incluso a los europeos. Washington no parece muy dispuesto a considerar esta variante.

 

La Unión Europea, y en especial Francia, se ha mostrado reticente al proyecto, o al menos ha hecho un expectante silencio. La objeción más seria es que una iniciativa de esta naturaleza promocionará la carrera armamentista de países como China, multiplicando la capacidad autodestructiva de la humanidad y haciendo más delicada y precaria la relación con Taiwán, aliada a su vez de Washington.

 

La propia justificación del plan, es decir, la existencia de “gobiernos irresponsables” con capacidad nuclear, es risible a juicio de muchos analistas, a pesar de los informes de la CIA que anuncian como probable un ataque desde Irán, y como posible, desde Irak y Corea del Norte. La realidad es que en un país como Estados Unidos, donde penetran anualmente miles de envíos de droga, es infinitamente más viable meter de contrabando una carga nuclear y detonarla in situ, que perpetrar con éxito un ataque de misiles de largo alcance. Países que se arriesgan a la inmolación total, en aras de dañar a su enemigo, bien podrían reclutar un comando suicida que se encargara de la operación sin dejar huellas. Y ante tal contingencia, no hay paraguas.

 

Quienes ya se frotan las manos ante la idea son los mandos militares con juguete nuevo, los consorcios armamentistas, y los institutos de investigación que recibirán suculentas partidas para el desarrollo de las tecnologías.

 

La historia demuestra que siempre una nación predominante despierta pasiones contrapuestas y extremas en su perisferia: desde la devoción modélica, hasta el odio, donde con frecuencia constan unas gotas de envidia. Y Estados Unidos no es la excepción, aunque hasta ahora sí sea excepcional el hecho de que en toda su historia como nación jamás haya sido objeto de una agresión en su propio territorio. Todas las guerras libradas por Estados Unidos, y no son pocas, han sido extramuros. Y la perspectiva de que el país se convierta en teatro de operaciones bélicas aterra a demasiados norteamericanos. De modo que una iniciativa que presuntamente lo convierte en impermeable cuenta de antemano con una rentabilidad política cuyo peso en la decisión final no es nada desdeñable.

 

¿Puede ocurrir el ataque cuya prevención costará cien mil millones de dólares? En teoría, sí. En la práctica, difícilmente dichos países cuenten con la capacidad de ponerlo en práctica con éxito en un futuro predecible. Más barato resultaría fomentar en esas naciones una apertura económica, la superación de la crisis que asola a la población coreana, el levantamiento de las sanciones impuestas a Hussein, pero que afectan al pueblo, e impulsar la distensión en las relaciones con Irán.

 

Si Estados Unidos es una “nación responsable” sabrá que el escudo antimisiles más efectivo que se conoce, es el bienestar. Los estados de crisis y miseria con frecuencia han fomentado dictaduras y fundamentalismos “salvadores”. Y aún en democracias formales, la corrupción y el desprecio por el bienestar de los ciudadanos generan una desesperación social que puede conducir a cualquier abismo. Una “nación responsable” tiene por fuerza que comprender que un planeta fracturado en desigualdades extremas es, ya que hablamos de temas nucleares, como los elementos transuránidos: inestable a corto plazo, inviable a largo plazo. Sospecho que fomentar la reducción de esas enormes desigualdades generando, al mismo tiempo, empleo y riqueza, sería el mejor interceptor de un presunto ataque, y una manera más eficaz de emplear el dinero de los contribuyentes.

 

Como en las monedas que lanzábamos de niños al aire para decidir la suerte, este escudo tiene su otra cara, por la que yo apostaría: la estrella.

 

“¿Escudo o estrella? ”; en: Cubaencuentro, Madrid, 22 de mayo, 2001. http://www.cubaencuentro.com/meridiano/2001/05/22/2323.html.