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Aniversario de una derrota

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El uno de enero de 1959, en el Parque Céspedes de Santiago de Cuba, el doctor Fidel Castro Ruz pronunció el primero de los miles de discursos con que abrumaría a la audiencia durante el próximo medio siglo. Anunció que se devolverían al pueblo “las garantías, y la absoluta libertad de prensa y todos los derechos individuales”, que “la economía del país se restablecerá inmediatamente”. Se impondría el “respeto al derecho y a los pensamientos de los demás”. “No es el poder en sí lo que a nosotros nos interesa, sino que la Revolución cumpla su destino”.

 

Si nos atenemos a sus palabras el 16 de octubre de 1953, durante su alegato en el juicio por el asalto al cuartel Moncada, ese destino sería recuperar “un país libre que nos legaron nuestros padres”, una República que “tenía su constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El Gobierno no satisfacía al pueblo pero el pueblo podía cambiarlo (…) Existía una opinión pública respetada y acatada (…) partidos políticos”. De modo que la primera ley de la nueva Revolución proclamaría “la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado”. Además, “junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política” (no a costa de ellas) la Revolución se proponía resolver los problemas de la tenencia de la tierra, de la vivienda, la educación y la salud del pueblo, eliminar el desempleo e industrializar el país.

 

Medio siglo después, en Cuba existe un solo partido, propietario de todos los medios de comunicación y de la única ideología. Cualquier oposición pacífica o discurso alternativo está penado por la ley con sentencias abrumadoras —1.450 años de prisión fueron repartidos entre 75 disidentes y periodistas en la primavera de 2003—. En 1953, Fidel Castro fue condenado a quince años de prisión, de los cuales cumplió 22 meses, uno por cada soldado muerto en el asalto al cuartel Moncada. Cuba, con 487 presos por 100 mil habitantes, ocupa hoy el primer puesto en Latinoamérica y el sexto del mundo. La Cuba que iba a desterrar de la república el odio “como una sombra maldita”, dispone, proporcionalmente, de uno de los mayores ejércitos del mundo y ha construido sobre el “odio al imperialismo yanqui” y a los “traidores y enemigos de la patria”, es decir, a todo el que disienta, una política de subversión armada en América Latina, guerras africanas y represión interna. Satanizó al exilio y cortó los lazos de sangre con padres, hijos y hermanos. El saldo: decenas de miles de cubanos muertos en cárceles, ejecuciones, conflictos fratricidas, huidas desesperadas y guerras distantes.

 

Durante este medio siglo los problemas de educación y salud han sido, en lo esencial, resueltos. El sistema de salud se extiende por el país y presta asistencia a toda la población, independientemente de sus ingresos. Aunque hoy el estado de las instalaciones médicas es deplorable, y es crónica la falta de medicamentos y de profesionales capacitados, que son masivamente exportados a cumplir misiones por cuenta del Estado.

 

La educación es universal, masiva y obligatoria hasta noveno grado, gracias a lo cual Cuba tiene un nivel educacional promedio de doce grados, y más del 18 % de la población económicamente activa, unos 800.000, son profesionales —más de la mitad, mujeres, gracias a su incorporación a la vida social y laboral—. Cifra que disminuye por el éxodo, la migración de profesionales hacia áreas laborales con acceso al dólar y por un marcado descenso en el ingreso a las universidades. De acuerdo con la promesa de Fidel Castro a los maestros en 1953, hoy tendrían que recibir cada mes lo que se les paga en un año. Por esa razón existe una carencia dramática de profesores y maestros: 8.576 sólo en La Habana.

 

Gracias a la ley de Reforma Agraria, miles de campesinos recibieron las tierras que trabajaban y el Estado se apropió de las restantes para convertirse en el mayor terrateniente de la historia. En 1953, Castro estimaba que “Cuba podría albergar espléndidamente una población tres veces mayor (…) Lo inconcebible es que haya hombres que se acuesten con hambre mientras quede una pulgada de tierra sin sembrar”. Hoy, Cuba mantiene sin cultivar la mitad de sus tierras útiles y gasta 2.500 millones de dólares (2008) en importar, principalmente de Estados Unidos, más del 80% de los alimentos que consume.

 

A inicios de 2008, tras 49 años de monopolio estatal inmobiliario y del sector constructivo, el déficit era de 500.000 viviendas, duplicado tras el paso de los recientes huracanes. La cuarta parte de los cubanos habita en viviendas precarias o albergues temporales.

 

La dependencia de la Unión Soviética acentuó el carácter del país como monoproductor de azúcar y níquel. Hoy, el 80% de la industria azucarera ha sido desmantelado, las tecnologías soviéticas son obsoletas y energéticamente ineficaces; a los decenios de atraso tecnológico —el acceso a Internet es menor que en Nicaragua, Bolivia y Haití— se suma el déficit en infraestructuras (la única carretera que recorre todo el país data de 1933). Se ha perdido el tejido productivo de pequeñas y medianas industrias que surtían al mercado nacional y la deuda externa asciende a 40.000 millones de dólares.

 

El gobierno cubano suele culpar de ello al embargo norteamericano que, según sus datos, ha costado al país 90.000 millones de dólares. La subvención soviética a cambio de alineación política ascendió a 198.000 millones de dólares en treinta años, más 20.000 millones de deuda impagada. Es obvio que el diferendo con Norteamérica fue un suculento negocio y, de paso, sustentó la mitología de David frente a Goliat, que aún perdura en la izquierda nostálgica.

 

Una de las primeras industrias del país, el turismo, aportó 1.982,2 millones brutos en 2007, mientras las remesas del exilio ascendieron a 1.000 millones netos —la exportación de carne humana es el único sector próspero de la economía castrista—. El país de inmigrantes (un millón y medio en la primera mitad del siglo XX), emitió dos millones de emigrantes en la segunda mitad. Tres veces más que aquellos “seiscientos mil cubanos”, a los que se refería Fidel Castro en 1953, “que están deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento”. Otras 900.000 personas aspiran al exilio, en su mayoría mujeres y hombres blancos de entre 25 y 35 años, el 12% titulados superiores. Sin contar las 150.000 solicitudes de ciudadanía española que se prevén tras la aplicación de la Ley de Memoria histórica, gracias a la cual medio millón de cubanos podría mudarse a España. Y esto provoca un curioso “daño colateral”. Al ser mayoritariamente blanca la emigración, también lo son los receptores de las remesas en la Isla: US$81 anuales por cubano blanco, en contraste con los US$31 que recibe un negro.

 

La Revolución de 1959 anuló por decreto la discriminación racial pero la presencia de los negros es minoritaria en las universidades y abrumadora en cárceles y barrios marginales. Mientras Estados Unidos (con 12,1% de población afroamericana) estrena presidente negro, en las altas instancias del Gobierno cubano (país con 62% de negros y mestizos) la presencia negra es ornamental (4 de los 21 miembros del Buró Político; 2 de los 39 miembros del Consejo de Ministros).

 

Gracias al éxodo de jóvenes, los 77 años de esperanza de vida al nacer, la tasa anual de crecimiento, -0,2 (que en 2020 bajará a -0,3), y los 50 abortos por cada 100 partos, el país presenta un acusado envejecimiento, pero sin la inmigración compensatoria que en el primer mundo garantiza el sistema de pensiones.

 

La Cuba del día después heredará un país devastado cuya economía pasó en medio siglo de la cabeza a la cola de América Latina, del superávit al déficit, de acreedor a deudor, de conceder ayuda humanitaria, a recibirla. Un país donde la retribución no es medida del esfuerzo, las prostitutas multiplican el salario de los médicos, y los ingenieros sueñan ser camareros para agenciarse unos dólares; un país condenado a la picaresca de la supervivencia o a la huida. Heredará, también, junto a la conciencia de los derechos sociales, la escasa conciencia de los derechos individuales y de su papel como ciudadanos, de modo que la sociedad civil tendrá que reinventarse. Tres generaciones de cubanos han alcanzado la edad adulta amaestrados por una sociedad donde la subsistencia es el pago a la obediencia.

 

Pero también heredará una población instruida y capaz, laboriosa, emprendedora, como lo demuestran dos millones de exiliados que han universalizado su identidad, fraguando una especie de nacionalismo pos nacional: un exilio de escritores, artistas, profesionales y empresarios que el día de mañana pueden ser un apoyo y una fuente de capital. Los esfuerzos del castrismo para satanizar a ese exilio han sido inútiles. Al cabo, la sangre ha triunfado sobre el discurso. Y a ello no es ajena la permanente renovación del exilio. Un puente tejido con millones de nudos familiares puede prefigurar los puentes de mañana.

 

Aquel primero de enero, en Santiago de Cuba, Castro denunció que el dictador Fulgencio Batista había “arruinado al país” con su “repugnante politiquería, inventando fórmulas y más fórmulas de perpetuarse en el poder”. Y que los niños “habrán oído diez millones de discursos, y morirán al fin de miseria y decepción”. Hoy, tras oír “diez millones de discursos”, la inmensa mayoría de la población cifra sus esperanzas en una transición tras la muerte de Castro, quien también aseguró entonces que él era “inmune a las ambiciones y a la vanidad” y que “el poder no me interesa, ni pienso ocuparlo”.

 

Hoy celebramos sus 50 años en el poder. Y como él afirmara ese mismo día que “nunca se podrá llamar triunfo a lo que se obtenga con doblez y engaño”, no celebramos medio siglo del triunfo de la Revolución, sino de su derrota.

 

“Sueño roto” / “Somni Trencat”; en: Dominical, n.º 328, Madrid, Barcelona, 28 de diciembre, 2008, pp. 43-47.