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Personajes

Guillermo Vidal: oro de ley

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Fue en febrero de 1982 cuando me presentaron, durante una lectura en la Sala de Cultura de Victoria de las Tunas, a un hombre extremadamente delgado, de tez aceitunada y curtida por los soles feroces de la Isla. Su rostro era afilado como una navaja, con ojos hablaban antes que su dueño abriera la boca, y su sonrisa era capaz de desarmar las peores intenciones. Antes y después de aquel día he conocido a personas que tras una apariencia de ogros eran apenas ogros de caramelo, y a otros que despertaban una espontánea simpatía. Al cabo del tiempo uno descubría los devastadores efectos de una sonrisa-trampa, de un regalo envenenado. También he conocido a buenas personas que lo parecían, pero a ninguna como aquel hombre al que uno sabía incapaz de una mala obra desde la primera sonrisa.

 

Volví a encontrarlo al año siguiente, durante la premiación del concurso Cuentos de Amor, que convocaba Las Tunas. Y desde entonces nos vimos ocasionalmente en distintos espacios y circunstancias, sin que jamás me abandonara aquella sensación primera. Y lo más importante: sin que jamás tuviera ni un solo motivo para que me abandonara.

 

Hoy me entero que aquel ingenioso hidalgo, el escritor Guillermo Vidal Ortiz, falleció en la noche del pasado sábado 15 de mayo, a los 52 años de edad, en Victoria de las Tunas, su ciudad natal. Según algunos medios, fue un tumor cerebral; según otros, problemas respiratorios que ya lo habían obligado a varias hospitalizaciones. En cualquier caso, es injusto, irreparable.

 

Lo miro en la foto: igual de flaco, pero con una barba patriarcal plagada de canas, una mirada tan vivaz y joven como recuerdo, y una sonrisa que no llega a aflorar y apenas se insinúa en una mínima contracción de los ojos.

 

En 1986, el mismo año en que Guillermo Vidal ganó el premio David con su libro Se permuta esta casa—ya antes había obtenido el premio 13 de Marzo con Los iniciados—, apareció una especie de libro iniciático de una generación de narradores cubanos, la antología Hacer el amor, preparada y editada por Alex Fleites. En la contraportada aparece la tropa de los autores incluidos posando para el daguerrotipo. Siempre he pensado que en esa foto hay dos ausentes: Abilio Estévez y Guillermo Vidal.

 

Contando a esos dos ausentes, me percato de que en aquella foto de familia sólo tres habíamos nacido en La Habana, sólo dos vivimos hoy fuera de la Isla, y sólo uno permaneció en la provincia del interior donde había nacido: Guillermo Vidal. Resistió el “llamado de La Habana” durante los 70 y los 80, y resistió “el llamado de ultramar” tras la crisis de los 90. En una entrevista concedida hace un año (Literaturacubana.com, junio, 2003), respondía que se había quedado en Las Tunas “sólo por razones sentimentales. Tengo la mayor parte de mi familia aquí, pero también tengo una hija, un yerno y dos nietos en España, a mi madre de crianza en Estados Unidos y no he dicho en ninguna parte que estoy comprometido a quedarme. Me va bien, porque vivir lejos del mundanal ruido permite que no me jodan. (…) Los viajes me deprimen un poco, pero a veces asisto a ferias en otros países, no a tantas, y me siento como un bicho raro y apenas hablo con la gente y sueño con volver a casa para no estar en salones y protocolos que me apocan, que me hacen decirme qué hago aquí, por qué no me quedé en casita, sin tanto barullo. Es que soy muy tímido. Aún así, imparto conferencias y doy entrevistas y salgo por la tele y nadie se da cuenta de que me cuesta mucho trabajo. Prefiero las conversaciones privadas, la gente sencilla, y detesto las frivolidades que llegan a asquearme”. Una timidez, una ausencia de vedetismo que algunos fabricantes de aureolas, prestigios literarios y otros artículos de segunda mano suelen confundir con un síntoma de obra menor, quizás porque les resulta inconcebible que, incluso entre los escritores, a veces, la modestia exista.

 

Su larga barba, su coleta, su perfil aguileño, su inteligencia y su proverbial bondad, eran ya parte inseparable del paisaje urbano de Victoria de las Tunas, la ciudad donde nació el 10 de febrero de 1952, y que se negó a abandonar aunque en los 80 fue expulsado de su cátedra en el Instituto Superior Pedagógico por razones “ideológicas”, y aunque su nombre constaba en la lista de los intelectuales que los medios no debían entrevistar en directo por miedo a que dijera alguna “inconveniencia”. A pesar de todo, como dijo Guillermo, “un hombre es capaz de sentirse libre en condiciones muy duras”. Y añadía: “ni se imagina lo negras que me las he visto, he tenido que asistir a un juicio y luego me he tenido que ir como un apestado de mi trabajo como profesor universitario, he perdonado a esa gente, he vivido situaciones límites y he mantenido mi dignidad”. Cuando ganó el premio Alejo Carpentier, los desconocidos lo felicitaban y hasta lo abrazaban por la calle. Posiblemente, ese fuera su mejor premio. No la estatua que quizás le construyan mañana los mismos que lo expulsaron de su cátedra o los que lo inscribieron en la lista negra de los condenados al diferido. Y con más razón que las cadenas televisivas norteamericanas tras el affaire de Janet Jackson. Guillermo Vidal no habría mostrado, desde luego, una teta rellena de silicona; sino una verdad sin relleno, lo cual es siempre más peligroso.

 

Autor polémico e irreverente, más que un estilista fue un explorador minucioso de la condición humana en obras como Los cuervos, El amo de las tumbas, Confabulación de la araña, Las manzanas del paraíso, Ella es tan sucia como sus ojos, Matarile, posiblemente su más polémica novela, El quinto sol y La saga del perseguido (Premio Alejo Carpentier, 2003). Además de éste, obtuvo los premios Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC (1990), Hermanos Loynaz (1996), Casa de Teatro (República Dominicana, 1998) y Dulce María Loynaz (2002). No obstante, siguió hasta el último día buscando la novela ideal: “una que el lector no pudiera dejar de principio a fin y que hablara de lo poco sabios que hemos sido hasta ahora, que la gente envejece y muere y seguimos casi como en la comunidad primitiva, si quitamos unos cuantos artefactos y comodidades (…) sigo esperando esa novela que me hará feliz y si esto ocurre es que me voy a morir”. Guillermo Vidal ha muerto con la certeza de que su gran novela será la próxima, pero con la certeza también de que cada página memorable que nos dejó era una página de esa novela nonata. La literatura, Guillermo, es como ir a cumplirle a Santiago Apóstol: más vale el sudor del camino que tocar el santo. Sobre todo cuando hay tanto santo trucado, desechable.

 

Eludió el autobombo y el marketing, despreció la vida de salón y tertulia, no cultivó las amistades convenientes, le pisó los callos a personas poderosas y con los pies sensibles, y dedicó más tiempo a los buenos sustantivos que a las buenas influencias. En fin, no era “un hombre de éxito” ni “una gran figura de nuestras letras”. Él mismo lo contaba:

 

“Me levanto a las cuatro de la madrugada y oro a Dios para que me permita escribir, leo algunos pasajes de la Biblia y luego releo fragmentos de novelas que elijo por temporadas y que acaricio con una envidia rosa, y cuando parezco un pitcher que ha calentado lo suficiente, me siento ante el ordenador y escribo con gran rapidez y siento que me dictan, siento el tono, veo lo que ocurre en la novela y me creo en esos momentos un escritor de gran calibre, trabajo hasta media mañana si puedo y salgo feliz si me ha ido bien y no reviso hasta después. Escribo todos los días excepto los domingos, tengo una disciplina del carajo, como de obrero ejemplar”.

 

Y uno se percata de que este hombre no estaba dotado para el glamour. Era un escritor que dedicaba su tiempo a escribir.

 

Su prosa afilada y por momentos ácida suscitó con frecuencia la ira de los guardianes de la ideología, sin que por ello Guillermo Vidal, el hombre, quebrara su cordialidad y su sencillez. Se ocupó de los marginales, de los presos y de los homosexuales condenados a exclusión social o condenados, a secas; de las familias en descomposición, de lo que se oculta bajo la cáscara de la realidad y, sobre todo, del miedo que paraliza y corrompe. Hasta el último minuto, como él mismo afirmó, escribió “con las tripas”, jugándose el alma, porque “si se es deshonesto como escritor uno está perdido o comienza a perderse”.

 

El escritor Guillermo Vidal nunca perteneció a nadie. Me temo que su cadáver ya pertenece al gobierno. Cuando se pudran en el olvido sus zonas incómodas, lo exhumarán corregido y revisado, para engrosar el panteón donde mantienen disecados a Lezama y a Virgilio. Claro que el gordo y el flaco deben estarse riendo como locos de sus momias. Guillermo apenas echará una sonrisa socarrona cuando lo encaramen al podio de las glorias patrias. Por suerte, hay cadáveres rebencúos, escritores inmunes a la taxidermia. Después que los forenses de la cultura certifican la hora de compilar sus obras completas, muerden.

 

Guillermo era un católico ferviente. Quizás Dios lo necesitara con urgencia a su lado. Yo me confieso ateo y su muerte corrobora mi incredulidad: ningún Dios tan omnisciente como un narrador clásico del siglo XIX nos arrebataría con veinte años de antelación a un escritor de ley, sabiendo lo que cuesta restañar la cicatriz que nos deja en el planeta la ausencia de un hombre bueno.

 

“Oro de ley”; en: Cubaencuentro, Madrid, 19 de mayo, 2004. http://arch1.cubaencuentro.com/cultura/20040519/9b47da58aae3f104e51a2dae9fcadc6f/1.html.



Cintio Vitier: Interpretaciones

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El ensayista y poeta cubano Cintio Vitier acaba de obtener el Premio Juan Rulfo por el conjunto de su obra, que le será entregado el 30 de noviembre durante la Feria del Libro de Guadalajara (México).

 

Miembro destacado del Grupo Orígenes, el jurado de la duodécima edición del premio, compuesto por Beatriz Espejo, Ambrosio Fornet, Noé Jitrik, Julio Ortega, José Miguel Oviedo y Vicente Quirarte, calificó a Cintio como “un auténtico humanista cuya trayectoria intelectual lo convierte en uno de los más notables exponentes de la creación y el pensamiento latinoamericanos del siglo XX".

 

Autor de una extensa obra poética y narrativa —Vísperas (1938-1953), Testimonios (1953-1968), De Peña Pobre (1980),La fecha al pie (1981) y Nupcias (1993)—, su mayor aporte ha sido en el terreno de la crítica, el ensayo y los estudios martianos. Vale mencionar Crítica sucesiva (1971), Resistencia y Libertad (2000) y los tres tomos de La crítica literaria y estética del siglo XIX cubano, pero, sobre todo, una obra clave de nuestra cultura, Lo Cubano en la Poesía (1958), que bastaría por sí sola para merecer este premio, así como el Premio Nacional de Literatura que le fue otorgado en 1989.

 

Por el contrario que otros galardones de su especie, cuyos resultados con cierta regularidad responden a razones geopolíticas, el Juan Rulfo hasta hoy ha sido sinónimo de calidad literaria. Basta observar la nómina de los premiados: Nicanor Parra (1991),Juan José Arreola (1992), Eliseo Diego (1993), Julio Ramón Ribeyro (1994), Nélida Piñón (1995), Augusto Monterroso (1996), Juan Marsé (1997), Olga Orozco (1998), Sergio Pitol (1999), Juan Gelman (2000) y Juan García Ponce (2001).

 

El galardón concedido a Cintio ha suscitado entre los intelectuales del exilio reacciones diversas y contradictorias: desde la alegría por un premio que consideran, no sin razón, un premio a la cultura cubana; hasta la irritación por las inferencias políticas que supone su concesión a un “intelectual orgánico” del régimen cubano.

 

Poeta católico que nunca abjuró de sus convicciones, Cintio Vitier fue, durante muchos años, relegado por las autoridades políticas y culturales cubanas. Como nos recuerda Rafael Rojas, “su ensayo Ese sol del mundo moral, para una historia de la eticidad cubana (1975) fue vetado por ofrecer una interpretación de la Revolución desde la tradición de la ética nacionalista cubana y no desde la ideología marxista-leninista. Pero fue reivindicado tras la desintegración de la URSS, hacia 1992, cuando el sistema cubano tuvo que recurrir a esa tradición nacionalista para seguir legitimándose".

 

Con los 90, asistimos en Cuba a una “apertura” dictada por las circunstancias internacionales. Los creyentes fueron invitados a ingresar al Partido Comunista, la Patria se colocó delante de la Ideología y Karl Marx cedió su puesto en primera fila a José Martí. Cuando los alemanes invadieron la Unión Soviética, en su llamado a las armas, Stalin no apeló a la defensa del socialismo ni a motivaciones ideológicas, sino a salvar a la Madre Rusia frente al invasor extranjero. Sin muchos retoques, el comunicado de Stalin habría podido ser escrito durante la invasión napoleónica. Del mismo modo, ante la “desinvasión” de los rusos y el colapso del socialismo real, el señor Fidel Castro apeló a la nación, una noción con más poder de convocatoria. Al tiempo que se despenalizaba el dólar y se tendían alfombras rojas ante los pies de los inversionistas —el cese de las subvenciones recomendaba un capitalismo para extranjeros que sufragara el socialismo para cubanos—, se despenalizaban al católico y al santero, al homosexual y al “patriota” aunque no fuera marxista, y, de paso, se descubría que en el exilio están “los mafiosos” y los que envían remesas. Es entonces cuando Cintio Vitier es “despenalizado”. No sólo se convierte, en un acto de justicia cultural, en presidente del Centro de Estudios Martianos, hasta entonces dirigido por funcionarios del Partido; sino que se le nombra delegado a la Asamblea Nacional del Poder Popular, como muestra de una tímida “pluralidad” dentro de la unanimidad, y se le concede la Orden Nacional José Martí, máxima condecoración estatal cubana.

 

De lo anterior se desprende que el gobierno de la Isla ha utilizado para su provecho el prestigio cultural de Cintio Vitier. Pero no se desprende, necesariamente, que Cintio se haya dejado utilizar mansamente. Como ha expresado en reiteradas ocasiones, su adhesión a lo que llama “revolución”, dimana de su discurso cristiano sobre la nación cubana, desde el humanismo y la ética, más que desde la política. E incluso ha asegurado que preferiría no ver una Cuba sin Fidel Castro, por lo cual no es raro que el mandatario haya sido uno de los primeros en felicitarlo, durante una visita de dos horas a su casa del Vedado, que Cintio definió a Prensa Latina como "una tarde inolvidable",

 

Eliseo Alberto acaba de declarar en México: “Yo que soy tan crítico, pienso que si mi tío Cintio, que es más inteligente que todos nosotros, defiende la Revolución cubana, debo estar equivocado". Ignoro si hay en la frase un ejercicio de sorna; pero tampoco habría que negar la posibilidad de que sea Cintio el equivocado. De cualquier modo, quienes aspiramos a una Cuba plural y democrática no podemos menos que respetar y aceptar su adhesión política, y aplaudir un galardón merecido por su obra, y que es, sin dudas, un reconocimiento a la cultura cubana, esa que a todos nos pertenece y que no puede ser monopolizada por sectas ni partidos.

 

Por eso me resulta triste leer a otro intelectual cubano, el novelista Guillermo Cabrera Infante, Premio Cervantes y que bien merecería el Juan Rulfo, declarar: "No tengo nada que decir sobre la obra de Cintio Vitier porque nunca la he leído y, además, no considero que sea un crítico. Lo conozco como miembro del Grupo Orígenes y ahora como parte del Poder Popular en Cuba, pero no tengo idea de su obra ni de su trayectoria literaria, que imagino es lo que el Premio Juan Rulfo quiere destacar y no su actividad política". Si desde Lunes de Revolución fue un crítico feroz a los origenistas fue porque, seguramente, los había leído. Por ello me resulta tan difícil de creer su absoluto desconocimiento de la obra de Cintio, en especial de Lo cubano en la poesía. Si su declaración, como sospecho, parte de consideraciones estrictamente políticas, es un triste ejemplo de fundamentalismo anticastrista que ojalá no predomine mañana en la Segunda República (ahora que tanto se habla de la primera). Más triste, si cabe, al provenir de un autor emblemático de nuestra cultura, lectura obligada de cualquier cubano, sin importar su pelaje ideológico.

 

Confiemos en que mañana podamos aplaudir sin reservas los triunfos merecidos por el buen hacer de cualquier compatriota, sin preguntar primero en qué partido milita, dónde vive o qué dioses reverencia. Por lo pronto, y desde aquí, mis más sinceras felicitaciones a Cintio Vitier.

 

“Cintio Vitier: Interpretaciones”; en: Cubaencuentro, Madrid, 12 de julio, 2002. http://arch.cubaencuentro.com/cultura/2002/07/12/8917.html.



Jesús Díaz: las palabras halladas

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La escueta nota de algún diario consignará hoy la noticia: Jesús Díaz, escritor y cineasta cubano, nacido en La Habana en octubre de 1941 y presidente de la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana, acaba de morir en Madrid a los 61 años.

 

Pero bajo esas escasas líneas hay demasiadas palabras. Las precoces palabras de Los años duros, su emblemático volumen de cuentos con el que no sólo obtuvo el Premio Casa de las Américas a los 25 años, sino el privilegio de inaugurar una nueva era de la narrativa cubana. Las palabras de Las iniciales de la tierra, la novela que despertaría un inusual fervor entre los lectores de la Isla. Las palabras como espejos múltiples que componen La piel y la máscara. Las palabras perdidas que dan título a la que posiblemente sea su mejor novela. Las palabras tragicómicas de Dime algo sobre Cuba. Las palabras vertiginosas de Las cuatro fugas de Manuel, su última novela, donde la carne de la ficción es apenas una delgada piel, tensa y pulida, sobre la osamenta de la realidad.

 

Los miles de palabras que aún contienen las revistas que fundó: Pensamiento Crítico, que intentara reflexionar el entramado de la Revolución Cubana; El Caimán Barbudo, hogar de varias generaciones de creadores, y Encuentro de la Cultura Cubana, este espacio plural que a sus seis años de vida tiene el privilegio de ser la revista cubana más vilipendiada (en público) y más leída (en privado) dentro de los confines de la Isla

 

Bajo las pocas palabras de esta nota están todas las palabras de sus decenas de guiones, sus once documentales y sus dos largometrajes de ficción. Las palabras pronunciadas o escritas en cientos de conferencias y artículos. Las polémicas palabras de Los anillos de la serpiente, que hizo explícita su ruptura con las autoridades de la Isla, inaugurando esa suma de palabras destinadas a prefigurar esa Cuba posible a la que todos aspiramos.

 

Jesús Díaz ha abandonado, a los 61 años, el espacio físico, la geografía de Madrid. Sus amigos podemos constatarlo, sin resignarnos a creer del todo la noticia. Ha abandonado las estadísticas, los censos, los registros documentales. Se ha adentrado en la región más transparente de la cultura cubana. Y en su nueva geografía le acompañan El Rojo; Iris, la que volvió desde Miami en busca de sus dos hijos; el dentista Stalin Martínez, balsero de azotea; los supervivientes de los años duros que llegaron a rubricar las iniciales de la tierra; le acompaña Manuel, que ya no huye. Y le acompaña la memoria de sus compañeros, su familia, sus amigos, sus compatriotas, los que hemos transitado con él un tramo del camino, e incluso la memoria de sus enemigos, que ahora no podrán librarse nunca más de su recuerdo. Le acompañan, en suma, todas sus criaturas, y las que sus lectores de hoy y de mañana, fraguamos con la complicidad de sus palabras.

 

De modo que, aún cuando sea inapelable su cronología, sería falso decir que Jesús Díaz descansa en paz. Sus palabras y nuestra memoria no se lo permiten.

 

“Jesús Díaz: las palabras halladas”; en: Cubaencuentro, Madrid, 3 de mayo, 2002.http://arch.cubaencuentro.com/cultura/noticiero/2002/05/03/7725.html



Brindis por la imaginación (Una charla con Eliseo Diego)

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Por esos azares de las migraciones y el destino, esta entrevista al poeta Eliseo Diego ha permanecido inédita entre mis papeles durante casi diez años. La perpetré poco antes que le concedieran en México el Premio Juan Rulfo por el conjunto de su obra, meses antes de su muerte. Sus verdades no tienen fecha de caducidad, y son noticia, exclusivamente, en los noticiarios de la imaginación. Es decir, siempre.

 

En una habitación repleta de libros y fotos enmarcadas por la admiración y los recuerdos (y un poco de nostalgia), en una casa que mira hacia dos calles, como quien dice a dos flancos del mundo, en la bella Avenida G, en el céntrico barrio del Vedado, en La Habana, en Cuba, habitaba uno de los más grandes poetas de la lengua, que alguna vez salvara para siempre de la erosión y el tiempo la añeja Calzada de Jesús del Monte. Fundador del Grupo Orígenes, profundo conocedor de la literatura anglonorteamericana y alguien que no se puede deshacer de una bondad raigal, casi cromosomática. Eliseo Diego ha escrito para niños y dirigió durante años el Departamento de Literatura Infantil y Juvenil de la Biblioteca Nacional. Aunque la verdadera razón de esta entrevista es que su poesía, que yo me inoculara por voluntad propia hace muchos años, no ha dejado de ejercer en mí un misterio inefable.

 

¿Existe realmente la literatura para niños?

 

Yo no creo que exista. Si se escribe una literatura deliberadamente para niños, no es literatura. Los niños saben más, tienen una capacidad muy superior a la que suponemos. No necesitan que se escriba para ellos porque se apoderan de las cosas que necesitan. Este asunto de la literatura para niños es más bien moderno. Ellos, durante el tiempo en que nadie se ocupaba de escribirles cosas, se las arreglaban para leer lo que necesitaban. Se apoderaron de Robinson Crusoe, por ejemplo, de los Viajes de Gulliver, del Don Quijote de la Mancha...

 

De Alicia... que es lo más raro escrito para niños.

 

Efectivamente, de Alice in Wanderland. Es un libro muy extraño. A mí ahora Alicia me da un poco de miedo.

 

Es incluso un libro tenebroso.

 

Pero eso a ellos nunca los ha asustado. Yo recuerdo una encuesta que hizo una sicóloga checoslovaca hace años y entre las preguntas que hacía a los niños una era sobre el cuento de Hansel & Gretel, donde al final los niños se las arreglan para que la bruja caiga en una caldera de agua hirviendo. Ella les preguntaba si no era muy cruel, pero los niños opinaban que el final estaba muy bien, porque la bruja era tan mala que se lo merecía. Claro que los niños no tienen una idea muy clara de lo que es una caldera de agua hirviente. Y recuerdo al escritor inglés C. S. Lewis, que escribió una serie de novelas fantásticas. Y decía que los niños son capaces de entenderlo todo, siempre que esté dentro de su nivel de experiencia. Y esa también era la opinión de otro gran poeta inglés de origen hugonote, Walter de la Mare. Hizo una antología de poesía para niños que incluía a William Shakespeare, John Donne, Keats, Shelley, en fin, todos aquellos poemas ingleses que están dentro del nivel de experiencia del niño. No entienden un poema erótico, porque todavía no alcanzan ese grado de experiencia humana. Pero todo lo demás sí. Es absurdo querer escribir cosas para ellos, fabricarlas. Porque uno no escribe fabricando, sino lo que necesita escribir. Pero, últimamente, escribir para ellos es una tendencia. Y es que los adultos hemos olvidado qué significa ser un niño y tenemos del niño una visión estereotipada. Ahora recuerdo una anécdota. En Cuba hay una expresión que en casi toda Latinoamérica no se conoce, y que a mí me parece un hallazgo del lenguaje popular cubano: la palabra comemierda. Una palabra que tiene distintos matices de acuerdo con el énfasis: desde el «perro comemierda» (ofensivo) hasta el «no seas comemierda» (cariñoso, de amigo). Un gran escritor cubano que ya falleció, por desgracia, Onelio Jorge Cardoso, amigo mío, hizo un viaje a Checoslovaquia donde estaba de consejero cultural otro escritor, Raúl Aparicio. La hija de Aparicio, digamos que se llamaba Rosarito (no recuerdo bien), de unos cinco años, estaba en su cunita dando un escándalo mayúsculo mientras ellos conversaban en la sala. Entonces la mujer de Raúl le pide a Onelio: Tú que sabes hacer cuentos, ve a la cuna y hazle un cuento a Rosarito, a ver si se calla. El pobre Onelio, pálido de miedo, se defendió: Yo nunca he escrito un cuento para niños. Pero tú eres un cuentista, ve y hazle un cuento, le dijo la mujer. Y allá fue Onelio.

 

—Mira, Rosarito, yo vengo a hacerte un cuento. ¿Quieres oírlo? —Rosarito se calló momentáneamente, lo miró con una desconfianza terrible y asintió con la cabeza. Entonces, Onelio empezó:

 

—Había una vez un pajarito que tenía un nidito en el copito de un arbolito y estaban ahí sus pichoncitos que tenían mucha hambre. El pajarito vio que en el suelo había un gusanito. Voy a cazar el gusanito y se lo voy a traer a mis pichoncitos, pensó el pajarito. Y bajó. Pero cuando el pajarito vio al gusanito, le dio tanta pena porque era tan chiquitico, que lo dejó ir.

 

Rosarito lo miró con infinito desprecio y le dijo:

 

—Que comemierdita era ese pajarito.

 

Lo cual es una lección de lo que ocurre cuando se fabrica para los niños. Por lo general un cuento para niños es igual a un cuento para adultos. Como decía Kipling, un buen cuento debe empezar por el principio, continuar por el medio y terminar por el final. Parece una bobería, pero es muy difícil. Un buen cuento tiene que empezar por algo que agarre tu interés, y mantenerte en suspenso hasta el clímax y el final. Pero los cuentos para niños se considera que deben estar llenos de cosas bonitas, arcoiris y cosas así, y son páginas y páginas y no acaba de empezar la acción del cuento. Y hasta epílogo al final lleno de cosas lindas. Pero los niños aspiran a que la historia les cuente algo que los agarre hasta el desenlace. De modo que casi siempre la literatura premeditadamente para niños es mala, y sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala. Y la buena literatura siempre está al alcance de los niños mientras esté en su nivel de experiencia. Hay muchos libros que el escritor escribió de cierta manera y coincidió con el gusto de los niños.

 

Los Viajes de Gulliver.

 

Fue escrito para adultos. Me refiero a libros escritos con la conciencia de este tipo de lector, pero no escritos precisamente para ellos, sino porque el autor tenía la necesidad de hacerlo así. Junglebooks, de Kipling, algunos otros ingleses, franceses, norteamericanos, y en español también hay casos notables. Pero escritos con el mismo impulso que lleva a un escritor a escribir. Tú citaste a Michael Ende, que es un caso excepcional. Hay una griega de la que se publicó una novela aquí: El tigre en la jaula de cristal. Una novela de primera clase, a la altura de los clásicos. Y digo clásicos cuando me refiero a los libros de los que los niños se han apropiado. Yo durante años estuve haciendo el papel de capitán araña, invitando a la gente a escribir para los niños, pero sin hacerlo yo, entre otras cosas porque siento un gran respeto por los niños. Es el público más exigente y sincero, que te dice en la cara lo que no les gusta. Yo tengo suerte con ellos, desde que hace algunos años el Ministerio de Educación decidió renovar los libros para aprender a leer e invitaron a un grupo de escritores cubanos —Onelio Jorge Cardoso, Mirta Aguirre, yo también—. Nos reuníamos con grupos de pedagogos que nos ponían una «tarea». La escribíamos, nos volvíamos a reunir, nos hacían sugerencias, discutíamos de nuevo y así. Éramos escritores, no pedagogos o especialistas. Aunque yo tampoco creo en que haya edades; con los niños nunca se saben dónde andan.

 

Literatura de alto riesgo.

 

Exacto. La idea era que los niños desde el inicio estuvieran en contacto con lo mejor de su lengua materna: Gabriela Mistral, Amado Nervo, Rubén Darío, José Martí, textos de grandes poetas y escritores de la lengua, y traducciones que nos encargaban a nosotros. Y las tareas que nos ponían. De ellas recuerdo una, la más difícil que he emprendido en mi vida: «La casa donde yo vivo, la calle donde está mi casa, el pueblo donde está mi calle, la provincia donde está mi pueblo, el país donde está mi provincia y el mundo donde está mi país», en dos cuartillas, para niños de segundo grado. Imagínate. La cosa no salió tan mala. Y una de las satisfacciones que tengo es que a veces salgo y algunos niños a la salida de la escuela me saludan: «Adiós, Eliseo», porque han visto mi cara, que no es nada agradable pero es la mía, en la televisión o las revistas, y me saludan como si fuera un amigo. Eso es para mí un premio inestimable.

 

Sospecho que cada idea, cada historia por contar trae ya implícito su lector. Al escritor le toca entrar en empatía con ese lector potencial y escribirlo en función de eso. En caso contrario, una excelente idea podría dar una pésima obra.

 

Tú tienes razón. Y, por suerte, todavía el misterio de por qué se hace una buena novela o un buen poema no se ha descubierto.

 

Gracias a Dios.

 

Gracias a Dios no hay un poemómetro o un cuentómetro. Pero en esencia funciona el principio de la necesidad. Uno debe hacer aquello que necesita hacer. Si después resulta que a los niños les gusta, eso es asunto de ellos. Pero también uno siente necesidad de comunicarse con los niños y ahí surge esa empatía de que tú hablas, pero siempre con tantos escrúpulos como uno tendría para escribir para cualquier lector.

 

Nos encontramos en un mundo dominado por los medios audiovisuales, y donde no obstante existe últimamente un alto consumo de libros (no siempre buenos). Remitiéndonos a América Latina, ¿qué sugeriría usted para crear o fomentar el hábito de lectura entre nuestros niños, una vez rebasada la tarea elemental de la alfabetización?

 

Si los medios masivos no han logrado desplazar a la lectura, eso se debe a que ella es una necesidad del ser humano. El proceso de la lectura es, en su esencia, un proceso creador: la necesidad de convertir un símbolo, la palabra escrita, en una imagen, y eso es un placer. En los años 30, un gran escritor francés a quien ya nadie recuerda, Georges Duhamel, escribió En defensa de las letras, donde se refería a esto. El único medio que existe para estimular en el ser humano la capacidad de crear es la lectura, porque es la única que te obliga a una actitud activa. La televisión o el cine te ofrecen una imagen que recibes pasivamente. ¿Cuántas veces no nos ha pasado a todos que el personaje de la película no tiene nada que ver con el personaje que uno vio al leer la novela? Por eso la literatura siempre será atractiva, no para un grupo de exquisitos escritores o lectores, sino para todos los seres humanos, porque todos tenemos esa necesidad de la creación, de la imaginación. Pero para que los niños lean, como bien apunta Sergio Andricaín, son imprescindibles las buenas ilustraciones, que le ofrecen un pie para imaginar. Yo a los diez u once años leí La Isla del Tesoro en una edición española de Seix Barral, con magníficas ilustraciones. Esto me ayudó, porque en ese momento no tenía idea de que hubiera un siglo XVIII, ni de cómo eran los barcos de vela, o el modo de vestirse de los piratas, no tenía elementos para convertir el símbolo escrito en una imagen, y las ilustraciones me sirvieron de apoyo. En países muy cultos, como Inglaterra, se hacen exposiciones de ilustraciones de libros; pero entre los países latinos siempre hemos tenido un poquito de desprecio por eso.

 

Si la imaginación es consustancial al ser humano, habría que ver, ¿de qué manera se la estimula o de qué manera se la atrofia?

 

Eso es lo grave sí. Y uno de los medios para atrofiar la imaginación es el aburrimiento, los libros malos y aburridos crean el rechazo del niño. Rechazo que a veces alcanza a los otros libros.

 

Otro peligro que, según yo veo, gravita sobre la imaginación es la estandarización de los personajes. El star system ha acuñado a algunas decenas de actores como protagónicos. Así, el niño ve que el policía de la película uno es el ladrón de la dos, el rey de la tres y el pirata de la cuatro. De modo que su capacidad para “fabricar” esos personajes se puede ver más aplanada aún por la oferta de personajes enlatados y en serie.

 

Es un peligro grande. Y como la influencia del cine es enorme... Ciertamente, estamos en un momento crítico, cargado de películas de horror y maniáticos criminales, pero yo confío en que la propia humanidad encuentre su antídoto contra estas cosas, y también recuerdo ejemplos de lo contrario. Cuando yo trabajaba en la Biblioteca Nacional y me ocupaba en serio de estas cosas, proyectamos a los niños Oliver Twist, con actores de primerísima clase. Empezaron riéndose, pero poco a poco fue haciéndose el silencio, porque la película los había absorbido. Ya era una experiencia de la que se habían apropiado, en la que creían. Y después acudieron a buscar el libro. Y gracias a la película leyeron a Dickens, muchas de cuyas obras tienen niños como personajes: Great expectations, David Copperfield y el mismo Oliver Twist.

 

Ahora bien, ambos partimos del presupuesto de que la imaginación es buena y hay que cultivarla. Por el contrario, muchos adultos opinan que es dañina y que hay que inducir al niño a “poner los pies en la tierra”.

 

Un sabio ruso (cuando eso era soviético), un hombre absolutamente materialista, cuando le preguntaron ¿cuál es la cualidad humana que cree esencial para un científico?, respondió: la imaginación. Si no eres capaz de imaginar lo que no existe o lo que desconoces, no saldrás nunca de lo que tienes.

 

“Brindis por la imaginación. Una charla con Eliseo Diego”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 19, invierno, 2000-2001, pp. 109-113.

 

“Brindis por la imaginación: Una charla con Eliseo Diego”; en: Cubaencuentro, Madrid,28 de diciembre, 2000. http://www.cubaencuentro.com/espejo/entrevista/2000/12/28/532.html.



Los tomates radioactivos dan mal sabor al gazpacho

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José Viñals, poeta-editor-narrador argentino-colombiano-español, como gustaría definirse, se encargó durante muchos años de la revista AlSur, instaló en la calle Hurtado sus proyectos y sus sueños, a los cuales robé una dosis de tiempo para practicarle esta entrevista. Hace pocos meses reside en Madrid, pero algo de él se niega a abandonarnos.

 

"Los tomates radioactivos dan mal sabor al gazpacho", fue el primer graffiti que leyó en 1979, a minutos de su arribo a España, el poeta José Viñals, en el pórtico de un puente. Nacido en una chacra argentina, de padres y abuelos españoles, en su ambiente natal se hablaba el castellano de España, no uno de los tantos castellanos que se hablan en Hispanoamérica, de modo que venía, no a descubrir un idioma (a los efectos de la literatura, toda oralidad es un idioma cuya sintaxis, sobreentendidos y fórmulas dialectales marcan la escritura), sino ávido de corroboraciones lingüísticas. Aquel día de 1979, ya José llevaba a sus espaldas dos volúmenes de poesía, una novela, un libro sobre diseño gráfico, varios ensayos y diálogos sobre arte, todos publicados en Buenos Aires, donde en breve aparecería también Miel de avispas (relatos). Aquel día de 1979, ya había cursado 49 años de libros, sueños, amores y desamores, es decir, tres hijos, y dos vidas transcurridas en Argentina y Colombia, respectivamente. De modo que inauguraba su tercera vida, que desde 1982 discurre en este piso de San Ildefonso, el barrio más bello de Jaén. Este piso que tras la puerta esconde la sonrisa siempre disponible de Martha, su esposa, cuyos tapices enjoyan las paredes. Entre ellos, como entre paisajes de asombros, continuamos hasta el sitio de recibir: la cocina, por supuesto.

 

Parapetado tras sus papeles, José entona su acostumbrado "Hola, querido", con esa voz espeleológica ─gravedad de improvisador de blues, no de capataz de plantación antillana─. Y no empezaremos la entrevista sin que la botella de Torres esté presente y las copas ajusten el tono preciso de la conversación. Porque le confieso que no intento hacerle una entrevista. Sólo quiero saciar ciertas curiosidades y, ya de paso, servir de médium a los lectores. Como si escucharan tras la puerta nuestra conversación. Y por ello me he tomado la libertad de no acotar los diálogos. El grado de sabiduría bastará para indicarles cuáles pertenecen a José Viñals.

 

A pie descalzo

 

─Lo primero que me he preguntado al conocer tu obra, José, es cómo definirías tú el lenguaje, dado que en ti confluyen varias oralidades, varios modos de ejercer el castellano. Más aún, cómo se han integrado esas diferentes culturas en tu obra.

 

─No he tenido problemas de integración. Lo lingüístico ha sido para mí una gran curiosidad artística, de modo que un nuevo país no me provoca descentramiento, sino remoción profunda y avidez. No hablo de contaminación, sino de impregnación; aunque también es posible que haya contaminación. Yo he procurado conocer la lengua de todo el orbe hispano. Después he ido estudiando problemas estilísticos de la lengua, y otros de mayor envergadura: culturales. Pero no siempre la integración está exenta de conflictos. Por ejemplo, escribí hace algunos años un poema sobre un joven colgado de las vigas del techo, vestido de traje y corbata, y uno de sus pies iba sin zapato, enfundado en un calcetín blanco, pero yo no podía escribir las palabra calcetín, propia de esta cultura, ni la palabra media, como me dictaba aquella, porque aquí media es una prenda femenina. Elegí entonces la línea cobarde, al precio de distorsionar la imagen artística: le quité el calcetín y puse el pie descalzo. Ese tipo de cosas te plantea el tema de la integración cultural. Hoy no vivo la penosa condición del extranjero, y tampoco artísticamente. ¿Debilita eso mi condición latinoamericana? Posiblemente. Pero es así.

 

─Creo que ante todo somos ciudadanos del planeta.

 

─Yo tengo tres países: Argentina, Colombia y España. De Argentina y España soy ciudadano. De Colombia no pude, pero quise. Tengo en edición mi Poesía Reunida: siete libros que yo he seleccionado, en tres tomos: poesía escrita y publicada en Argentina, en Colombia (69-72) y en España, respectivamente. No he estado interesado hasta ahora en publicar en España obras de narrativa hechas en aquellos años, sólo poesía, que es lo que me gustaría hacer en los años finales de mi vida.

 

─Aunque tampoco hay que ponerle camisa de fuerza a la imaginación. Los argumentos, las ideas, vienen con su propio procedimiento artístico.

 

Un acto de obediencia

 

—No me olvido, pero el acto de escribir poesía es cuasi involuntario, un acto de obediencia a ciertos procesos de la interioridad. En cambio, el ejercicio narrativo es volitivo. Y yo no tenía el empuje interno para escribir prosa. No lo tengo. Fue una estrategia artística para alcanzar una forma de comunicación. El éxito que tuve como narrador fue un fracaso artístico, personal. Distinto a lo que me proporciona la poesía, que disfruto y siento. Soy un buen diseñador gráfico y editorial, un magnífico técnico. Tengo un gran oficio y conozco el libro como pocos. No puedo, en cambio, decir lo mismo de mi ejercicio como artista, aunque crea en ello más que en cualquier cosa en la vida. Porque entre otras cosas el motor que me arrastra es la averiguación. No me interesan tanto los resultados artísticos como la averiguación.

 

—Es lo más interesante. Como entre hacer el amor y hacer un hijo. Lo primero es más interesante.

 

—Sin dudas. El hijo es contingente. El amor es esencial.

 

La universidad horizontal

 

—¿Cómo han confluido en ti las distintas artes que tú asumes y ejerces o amas? La plástica, la literatura, el diseño, la música. ¿Ha habido avenencias, desavenencias, complementaciones, divorcios, matrimonios?

 

—Yo he sido extraordinariamente afortunado. Precozmente me puse en contacto y asumí mi naturaleza artística con todas sus consecuencias. Todo me llevaba a ello. Mi primer poema ocurrió a mis nueve años, un día que estaba cabalgando en la finca de mis abuelos. Y decidí que no otra cosa quería hacer en mi vida. Aunque haya cursado varios años de Derecho, sabía que para mí la universidad no era la vertical sino la horizontal: estudiar arquitectura en la arquitectura, historia de las artes en la escuela de artes, música en la escuela de música. De modo que no terminé una sola carrera. Exploré. Toco malamente un instrumento. Estudié cine. Me metí en el diseño, y a poco de estar en ello supe que sólo me interesaba el diseño del libro. Como hoy sé a ciencia cierta que lo único que me interesa es escribir poesía en mis últimos años. Yo provengo de la poesía y es algo que he decidido.

 

¿Y eso se puede decidir?

 

A lo mejor tengo que desobedecerme, pero lo he decidido. Yo abandoné el ejercicio puro de la poesía, pero no abandoné la condición poética en el tratamiento del material lingüístico y eso es lo que ha contaminado toda la prosa que he escrito. Una prosa perversa, no genuina. Y ha dejado de interesarme. Para explicarlo tengo que remontarme: Yo nací y crecí en un país latinoamericano dependiente, donde la labor del poeta era siempre una labor oscura, sin eco editorial, sin respuestas sociales. Mis contemporáneos alcanzaron un reconocimiento internacional como narradores. De modo que empujado por fenómenos externos sentí el desafío de dedicarme a la narrativa. Eso forzó mi propia visión del arte y de la literatura, por la que he sentido un "santo" horror. Tengo la convicción de que hay una serie de escritores que no tienen puta idea de lo que es el arte, y por ello cuentan cosas, describen cosas, pero no se internan en los mundos cargados de significación espiritual. La preocupación por la poética descansa en una investigación formal y conceptual (no hay arte sin investigación), lingüística. No a la manera del filólogo ni del gramático, sino a la manera del poeta y el escritor.

 

Adjetivas y narrativas

 

—¿Ello incluiría la investigación intuitiva, esa capacidad del oído para captar y seleccionar...?

 

—Por supuesto, y relacionar con otras artes. Yo he tenido una gran preocupación por todo el universo de las artes, pero sobre todo por la pintura y la música. Ambas las he estudiado, y dependo mucho de la música. Es un código que he podido decodificar. Toda mi obra responde a una elaboración artística, al estudio del material lingüístico, hecho con un criterio estrictamente artístico, no científico. Y sobre eso una primera lección fue la lectura del chileno Vicente Huidobro que dice: “Hago una elección para toda mi vida como artista: el adjetivo que no da vida, mata”. Segundo: También tempranamente leí a uno de mis maestros, el poeta Rimbaud. Cuando leí su Temporada en el infierno, en las primeras palabras del libro encontré una especie de dedicatoria: “Para aquellos que aprecian en el poeta la ausencia de facultades narrativas y descriptivas, ofrezco estas hojas arrancadas de mi cuaderno de condenado”. Fue una marca para mí, que eludí durante años las búsquedas narrativas y descriptivas. Y eso es como retorcerle el pescuezo al material literario.

 

—¿Y cómo le retuerces tú el pescuezo al material literario en tu obra?

 

—Yo invitaría a un lector curioso, si se encuentra con mis materiales, cosa no fácil aquí en España, a que observara la presencia de la luz o del color en los textos, porque hay cuentos donde no hay un solo elemento de color, como pintura medio tonal, la preocupación por la luz, por la estructura, por la construcción verbal, por descifrar, a través de los materiales, ciertos enigmas que son de la vida social e individual. Eso ha sido una preocupación central a lo largo de mi vida. Y eso se tiene que conectar con otra cosa. Es sorprendente para mí que la revista Kilómetro 0 se interese por entrevistarme, cuando fuera de este medio (donde sí soy una persona conocida y creo que reconocida) me conoce poquísima gente. Porque prácticamente no he publicado en España, donde he tenido una actitud recoleta, recogida, sin conexión con los medios intelectuales, y dedicado al trabajo del artista.

 

—Ha habido en la literatura latinoamericana una tendencia a trasponer a la experiencia literaria una militancia social y política, dando frutos de todo tipo: desde dulcísimos a patisecos y amargos. ¿Ha tentado tu militancia social y política, que la ha habido y grande, el terreno de tu literatura?

 

—Diría que en lo esencial sí. No es exactamente lo político. Es más serio. Por razones de formación, yo desde muy temprano fui miembro activo del Partido Comunista, y me sentí un hombre de formación marxista y estudié sus estéticas, que no me interesaron. Pero sí apareció muy tempranamente en mí una clara conciencia de clase, que responde a mi origen popular: artesano por la parte de mi padre, que era panadero, de mi madre, que era costurera, o de mis abuelos, que eran campesinos pobres. Creo no haber eludido nunca los marcos estrictos de mi clase. Y no me he ocupado de otras clases que no sea la mía, con sus contradicciones y deformaciones, buscando la verdad íntima de esa clase. Por tanto, más que una naturaleza política del material que vuelco en mi obra, hablaría de naturaleza ideológica. El acontecer político en sí no cabe en mi obra, porque por una parte no he trabajado con lo contingente, y por otra, he creído que la labor del artista es la creación de una sociedad nueva, lo que implica un arte nuevo. Y suscribo absolutamente el arte de las vanguardias, aunque algunas estén investidas de vanguardia y sean rigurosamente retaguardia.

 

Vanguardias y retaguardias

 

—Siempre es más sabia una adhesión al espíritu de las vanguardias que una adhesión en bloque. Lamentablemente, muchas vanguardias han creado retóricas que a la larga se han consumido a sí mismas.

 

—Los que nacimos y crecimos en el ámbito sudamericano, hemos crecido en un ámbito culturalmente dependiente. Esa dependencia, en mi caso, como hombre de la cultura con algún prestigio entonces en Buenos Aires, significó estar al tanto de los movimientos culturales del mundo, preponderantemente europeos. En mi caso, yo me descubro adhiriéndome fuertemente a un movimiento de vanguardia que en ese momento tenía un gran poder revulsivo, yendo de Europa a Hispanoamérica: el surrealismo o el parasurrealismo. Con ello, la introducción de ciertos procesos creativos, como, por ejemplo, el automatismo, que yo prontamente puse en su sitio dada su importancia. Creo que ciertos procesos automáticos, cuando se deja fluir libremente el inconsciente, rompe censuras seculares, un sistema, un stablishment literario, y no sabes a dónde puedes llegar. En la década de los cincuenta reflexionamos mucho sobre la frase de Jung: "Goethe no es el autor de Fausto. Fausto es el autor de Goethe". Es decir, el artista penetra en el inconsciente colectivo y si tiene talento, suerte, percepción y cojones, puede que recoja y haga aflorar los arquetipos del inconsciente colectivo. Yo creí que esa era mi aventura en la vida. Aunque fui un apasionado lector del Quijote, mi modelo no era Cervantes. No quería escribir como Cervantes, sino que me ocurriera lo que le ocurrió a Cervantes: poder percibir el arquetipo quijotesco. Creí que ese era el papel del artista.

 

El llamado boom latinoamericano...

 

—El don de la popularidad no es bueno ni malo per se. Ni un escritor de grandes tiradas es bueno o malo por ello. Y viceversa. Y eso me trae al tema del boom. España se convirtió en el gran trampolín de la narrativa latinoamericana, y cuando el proceso entró en meseta, la industria editorial se quedó con hambre. Aparecieron, es cierto, importantes escritores españoles, pero no bastaba. Y se vieron un poco en la necesidad de fabricar e imponer al público escritores de dudosa calidad y grandes tiradas.

 

—Lo tengo claro. Lo que tengo oscuro es que no hay más coñac, me cago en... —José encuentra en la alacena una botella de DyC, y tras conformarnos con él, a pesar de que no es santo de su devoción, reanuda el asunto del boom latinoamericano, que en varias ocasiones hemos tocado—. Un fenómeno comercial tiene poco que ver con la auténtica curiosidad de los artistas y los intelectuales europeos hacia el arte que se produce en otras latitudes. Es típico del arte el que se busquen productos de otras culturas y que en cierto momento incluso se mitifique y totemice. El caso del boom latinoamericano es, al menos, el segundo, sino el tercero en este siglo. El primer boom fue el del modernismo, que invadió España con una obra latinoamericana y una estética francesa. Posteriormente, la invasión de Neruda, Vallejo y Huidobro...

 

—Figuras puntuales, no un gran movimiento como el de los 60 y 70.

 

—Un boom comercial.

 

—Sin restarle su importancia artística.

 

—Por supuesto. Aquello era una cosa exótica, lo cual siempre ha tenido un gran encanto para Europa. Y el boom no fue sólo una atracción por lo que hacían los escritores latinoamericanos, sino por lo que ocurría en Latinoamérica: un fenómeno rupturista que tuvo éxito internacional y provocó una remoción de las estructuras artísticas.

 

Arcones y galeones

 

—Tú hablas de constreñir, de limitar tu paleta como un medio para la consecución de un resultado artístico determinado. Yo he notado en tus relatos una supeditación de lo propiamente narrativo a la pirotecnia del lenguaje. ¿Es una constante en tu narrativa?

 

—Absolutamente. El texto literario es un acontecimiento real, más allá de los acontecimientos que transporte. Una realidad concreta y mensurable, una criatura autónoma que se añade a la realidad de la vida, y que vive esencialmente por su forma. En mis exploraciones de las zonas oscuras, me parece que siempre he retornado con un rico trofeo verbal, y a veces he perdido por ello otras cosas fundamentales. Me sumergí en busca del galeón y quizás en su lugar me traje el arcón con las chafalonías. Por eso quizás nunca sea un buen narrador.

 

 

Voces de luz y sombra

 

—Creo que cada escritor es una o muchas voces. Hay escritores capaces de varios registros y otros no. Y creo que más allá de la sencillez o complejidad de la transmisión que uno produce, lo importante es darse cuenta de cuál es nuestra propia voz, y respetar esa voz. De ahí dimana la autenticidad de la obra. No hay textos fáciles o difíciles, todo es contextual. Flaubert fue escandalosamente difícil en su tiempo. Pero la literatura no es circunstancial, es histórica. Hoy, Madame Bovary es lectura de amas de casa.

 

—Llevas toda la razón. Pero el respeto por la propia voz incluye su cuestionamiento. Durante años de torpeza mía y oscuridad, yo he sido sirviente de mi voz, no he sido un buen crítico de mi voz. Caí en manierismos, en imitaciones de mi propia voz. Soy consciente de que, sin darme cuenta, sin poderlo evitar, se me elitizó el lenguaje, se hizo arduo el material que producía, de difícil lectura. Eludí las fórmulas populistas, que siempre me olieron a fascistas. Yo decía: obra literaria popular no, la literatura requiere rigor, requiere trabajo. No se puede leer como quien consume una peliculita de tres al cuarto. Yo jamás he tenido el talento de lo popular, pero estoy a tiempo para adquirirlo. Milagro a milagro, el poemario que estoy escribiendo, es lo más transparente que he hecho en mi vida, incluso en términos gramaticales y sintácticos. Aún así, la esencia de ese material sigue siendo inasible y oscura. Si uno profesa una vanguardia tiene que correr el riesgo de trabajar con códigos que todavía no han sido formulados y mucho menos decodificados. Para ello es imperioso que el artista de a conocer su obra. Yo no lo he hecho. No he sido un buen defensor de mi obra, por razones diversas de mi vida...

 

—Que además de escribirla, hay que vivirla.

 

—Y en muy buena hora. Pero hoy sí estoy interesado en que mi obra se edite y se difunda. En pequeña escala, porque yo nunca seré un escritor de best sellers. Me llevó muchos años de fracasos escribir mi novela Padreoscuro. Fue finalista en el Planeta-Ateneo de Sevilla. Pero el editor, cuando le mando el libro, aún con este aval, me lo devuelve sin explicaciones. Y lo entiendo. Mi novela, si un día se editan 5.000 ejemplares, ya será un milagro.

 

Novela que saldrá, para suerte nuestra, como su monólogo Escombros, oloroso aún a tinta fresca, su tomo de relatos Ojo alegre y viejísimo, que publicara en el 86 en Jaén, y los que próximamente aparecerán: Cinta magnética bordada (relatos), Animales, amores, parajes y blasfemias (poemas), así como el volumen de "fragmentos" (es su definición) Si breve.

 

Y el lector, que permanecía tras la puerta escuchando esta conversación, se aleja convencido de que este periodista podría estar preguntando a José días enteros, sonsacándole secretos. Y que José Viñals podría develar muchos más misterios, con tantas buenas palabras que dan un exquisito sabor a la literatura, exenta de tomates radioactivos. O mejor, develar la existencia de los misterios y conservar su naturaleza enigmática. Pero tendrán que leer en los silencios, que hasta una entrevista los tiene, después de la última copa y el último Ducado, tras el "Chao, querido" y la sonrisa de Martha que queda pospuesta hasta mañana por la puerta que, suavemente, se cierra a mis espaldas.

 

“Los tomates radioactivos dan mal sabor de boca”; en: Diario de Jaén, España,30 de marzo,1997, pp. 37-38.