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Libertad y Desarrollo

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El Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, demostró con irrefutables datos y sólida profesionalidad el vínculo indisoluble entre la libertad y el desarrollo. Con ello hizo una importante contribución conceptual al principio reconocido en la Conferencia Mundial de la ONU sobre Derechos Humanos realizada en 1993 en Viena: los derechos humanos son inalienables, indivisibles e interdependientes.

Hasta la Conferencia de Viena, los principales adversarios de la Guerra Fría habían asumido la retórica de privilegiar a un grupo de derechos en detrimento de otros. Occidente era el paladín de los derechos civiles y políticos por encima de los económicos, sociales y culturales. Los defensores del “socialismo realmente existente” decían que los derechos políticos y civiles eran libertades burguesas formales y que lo relevante era promover los derechos económicos, sociales y culturales, de los cuales supuestamente, sus estados totalitarios eran los mejores garantes.

Lo normado en Viena y avalado por Amartya Sen ha sido enturbiado por fuerzas del espectro ideológico -sea del lado diestro o siniestro- incapaces de empinarse sobre el pasado. Es este debate el que vuelve a situarse al centro de todo esfuerzo por entender lo que ocurre en América Latina hoy día.

En el pasado reciente el populismo de vocación totalitaria no hubiera encontrado espacio en nuestra región si quienes hace dos décadas atrás defendían los derechos políticos y civiles hubiesen reconocido su interdependencia de los sociales, económicos y culturales.

América Latina no necesita de nuevos demagogos de izquierda o derechas, sino de nuevos regímenes de gobernabilidad capaces de asegurar que el ejercicio de las libertades deje de ser asimétrico para los diferentes sectores sociales, que rija la equidad de oportunidades y que las instituciones de la sociedad civil gocen de autonomía real para poder ejercer la libre participación ciudadana en la vida nacional.

La oposición a la izquierda autoritaria está condenada al fracaso mientras pretenda desconocer el hartazgo popular con aquellos regímenes de gobernabilidad que se desentienden de las carencias y necesidades humanas básicas de sectores significativos de la población. El autoritarismo político debe ser resistido, sin que ello suponga resignarse a retornar al autoritarismo económico que profesan ciertas elites. Donde se haya impuesto la nueva retórica demagógica no será posible develar sus intenciones, si el discurso opositor es reacio a ejercer una crítica honesta respecto al pasado y no ofrece ninguna rectificación creíble respecto al futuro.

Con el tiempo, de manera inevitable, los electores irán descubriendo que la izquierda autoritaria no es la respuesta a sus problemas. Al suprimir la libertad, sea de forma gradual o abrupta, obstaculizará el desarrollo y terminará repartiendo la miseria. Pero para entonces ya no quedarán espacios ni instituciones libres desde las cuales reclamar derechos de ninguna clase.

Pese a su filiación populista lo cierto es que los líderes de esa izquierda autoritaria no reconocen los derechos de los ciudadanos, sean políticos y civiles, económicos, sociales o culturales. Para ellos, al final, no hay ciudadanos con libertades inalienables y derechos indivisibles, sino personas que deben estarles siempre agradecidas por cualquier beneficio que se les otorgue y deberán demostrarlo sometiéndose acrítica e incondicionalmente al poder. Incluso sus más allegados colaboradores descubrirán que tampoco gozan de ninguna libertad y a la menor diferencia son desechados, como ocurrió a Ernesto Cardenal en Nicaragua y a Carlos Lage en Cuba.

El problema es sencillo: habrá libertad para todos o no la habrá para nadie. Y sin libertad no hay desarrollo, sino miseria.

Eso es lo que conecta la posición de los disidentes y presos políticos cubanos con el reclamo de cambios que millones de personas -en miles de asambleas- formularon a un poder que por medio siglo se ha mostrado tan soberbio como inepto. Si un comisario de la Unión Europea y algún gobierno extranjero prefieren ignorar esa realidad lo harán a expensas de su propia credibilidad.

El futuro de la isla no descansa en una gerontocracia agotada ni en aquellos que opten por hacerle la oposición desde posturas esclerotizadas, sino en nuevas generaciones capaces de casar la libertad con la justicia social.



Deporte y Sociedad

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Hace algo más de dos décadas el deporte cubano era un oasis de eficiencia en una sociedad maldecida por la ineptitud crónica y extensiva. No sólo en baseball y boxeo sino también en otras especialidades deportivas los cubanos acudían a eventos internacionales a cosechar medallas. En gran medida, el caudillo se limitaba a asegurarles a los atletas condiciones de entrenamiento equiparables a las del deporte profesional y presentarlos internacionalmente como amateurs. Pero aún más importante fue haberles limitado la interferencia política a la apropiación de sus triunfos para mostrarlos como “logros de la Revolución y evidencia de la superioridad del socialismo”.

¿Recuerdan cómo eran las cosas entonces? A diferencia de la llamada política de cuadros en la que la incondicionalidad ideológica y personal era valorada por encima de la eficacia, en los deportes existía una política de promoción que acompañaba al atleta desde su selección en el municipio hasta su integración al equipo nacional. También a la inversa de lo que ocurría en el resto del país, en los deportes regía la transparencia en torno a las decisiones. Las promociones eran determinadas por el rendimiento del deportista, cuya carrera era seguida no sólo por los dirigentes del ramo sino por toda la prensa y la afición. Si un pitcher de larga y exitosa trayectoria perdía el control sobre los bateadores del equipo contrario en cualquier juego, lo mandaban al banco sin contemplaciones, mientras que cualquier ministro podía hundir un sector productivo o de servicios durante décadas sin que nadie pudiera chistar. Cuando se sufría una derrota se analizaban en detalle las fallas propias que pudieran haber provocado ese desenlace en vez de culpar las condiciones climáticas o las conspiraciones del enemigo. En contraste con la represión ejercida contra toda opinión autónoma en cualquier otra esfera de la vida nacional, los fanáticos y comentaristas deportivos gozaban de una amplia libertad de expresión para criticar, opinar y proponer lo que creyeran pertinente en periódicos, estaciones de radio y TV, ómnibus, parques y calles. En la esfera deportiva nada era “políticamente incorrecto” salvo lo que condujese a la derrota.

Esa libertad permitió el desarrollo del deporte, que entonces era competitivo y eficiente, en un país al que la ausencia de libertades había condenado a la incompetencia y retraso endémicos. Incluso en este campo es posible verificar la veracidad de la tesis de Amartya Sen sobre el vínculo que existe entre la libertad y el desarrollo. La presencia de libertades políticas y civiles facilita las tareas del desarrollo en tanto que su ausencia se transforma en significativo estorbo a las tareas económicas y sociales.

Por aquel entonces –para suerte del deporte cubano- el “máximo líder” prefería dedicar su tiempo a inventar un nuevo tipo de ganado, construir pedraplenes, expandir el riego con microjet, realizar campañas militares de ultramar o llamar al III Mundo a no pagar su deuda externa. En otras palabras, tenia otras cosas con las que entretenerse. Ahora, para desgracia de nuestros peloteros, el caudillo multioficio dispone de tiempo suficiente para amargarles la existencia. Ya se denuncian conspiraciones imperiales detrás de cada derrota, lo más importante en la selección de deportistas no es su rendimiento sino la certidumbre de que regresen a la isla y el tiempo dedicado a entrenar en el terreno hay que compartirlo con el que se dedique a círculos de estudios sobre las reflexiones del Manager en Jefe.

Lo cierto es que Fidel Castro parece empeñado al final de su vida en derruir el “logro socialista” del deporte, como ya hizo antes con los sistemas de educación y salud. Atrás van quedando los años en que esa esfera de la vida nacional era un extraño oasis de libertad, competitividad y eficiencia.



La Mafia de La Habana

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Alguien cercano a Fidel Castro desde los días de la Juventud Ortodoxa comentó en apagado susurro, durante una de sus frecuentes visitas a La Habana, que las tres verdaderas fuentes integrantes del pensamiento del Comandante eran las ordenanzas de San Ignacio de Loyola, los principios enunciados en El Príncipe por Maquiavelo, y las lecciones que se derivaban de la lectura de El Padrino de Mario Puzo. Me pareció una observación lúcida.

Podría decirse que el castrismo es en esencia la práctica de la administración pública por parte de una elite política que opera con normas mafiosas y basa su conducta en principios de igual naturaleza aprendidos del patriarca familiar, Don Castro I, quien los adquirió en La Habana de los años 40 entre los tiroteos y atentados gangsteriles de grupos estudiantiles rivales. Esa cultura mafiosa arroja más luz sobre los hechos recientes que los intentos de interpretación que se realizan desde otras formas de racionalidad.

La principal diferencia entre ese grupo conservador y el que pudiera gobernar una vulgar dictadura tercermundista es que ha sabido construirse una identidad de “izquierda” por vía de aportar servicios sociales universales en lo interno y asumir una postura antiestadounidense en lo externo. Ha sido curioso su éxito mediático en ese campo, porque ninguna de estas cosas distan de la práctica fascista de Benito Mussolini

En Cuba no hay todavía una clase política. Lo que existe es una elite de poder que si bien no es monolítica mantiene su apariencia de unidad a partir de la represión contra toda señal de autonomía de pensamiento o acción por parte de sus integrantes. Para constituir una clase política se requiere de un espacio político para expresar libremente discrepancias y consensuar posiciones. Algo de lo cual hoy día carece la elite de poder cubana. Sin esa libertad en la cúspide no es posible hablar de dirección colegiada y otras lindezas que supuestos expertos han venido atribuyendo al gobierno de Raúl Castro. De nada vale reunir regularmente a un grupo de dirigentes administrativos si entre ellos prevalece el terror a expresar un criterio que pueda considerarse “desviado” de las ideas “normales”.

Otra confusión común entre pretendidos cubanólogos es la de considerar miembros de la elite de poder a todas aquellas figuras que ocupan una alta posición jerárquica. Ninguno de los ya defenestrados –ni los que seguramente lo serán en meses venideros- era miembro de la elite de poder. Apenas alcanzaban la función de un CEO corporativo que puede ser despedido por los propietarios en todo momento o la que desempeña el consigliore de un grupo mafioso. El poder yace en otra parte. Cuando un consigliore muestra la humana tendencia de expresar ideas o tomar iniciativas se torna sospechoso a sus amos. El régimen de administración mafioso considera que tales virtudes son debilidades que deben ser castigadas de manera ejemplar.

La trayectoria del régimen cubano ofrece una larga lista de “estrellas” ascendentes que cayeron en desgracia total cuando ellos mismos, o algún gobierno extranjero, confundieron sus limitadas funciones administrativas con la posesión de una cuota real de poder sobre la dirección misma de la política en curso. En Cuba la elite manda y decide, los funcionarios acatan y ejecutan. Eso es lo que se espera de ellos aun cuando se consulta su opinión.

Hay también otra diferencia a tener presente. Los consigliores son apartados de sus funciones al caer en desgracia. Cuando un verdadero miembro de la elite se vuelve un estorbo su destino puede ser peor. En esos casos, salvo en situaciones excepcionales, -como las que rodearon al caso de Arnaldo Ochoa-, son más propensos a sufrir “accidentes” o morir de “causas naturales”.

Para reformar un modelo de funcionamiento estatal totalitario -sin llegar totalmente a trascenderlo-, se requiere que los miembros de la elite de poder desplacen internamente a un grupo hegemónico por otro, y no pueden para ello valerse de inexistentes espacios democráticos. Tienen que recurrir a la fuerza de manera más o menos transparente para decapitar – de forma política o literal- a aquellos de sus miembros que han utilizado el inmovilismo para defender intereses personales que entran en conflicto con la supervivencia del grupo en su conjunto.

La primera acción de la Troika que sustituyó a Stalin fue asesinar a Beria: necesitaban asegurarse de que, en lo adelante, al menos ellos tres podrían opinar sobre temas diversos sin que la NKVD los vigilase cada día y finalmente detuviese y ejecutase por “traidores”. Otro tanto ocurrió con la liquidación de la llamada Ganga de los Cuatro en China: la elite de poder en aquel país se hastió del régimen represivo ejercido contra sus miembros. El miedo le impedía hacer uso de su talento para superar el desastre heredado de Mao Tse Tung. La Ganga de los Cuatro – incluyendo la viuda del Gran Timonel- fue pasada por las armas para que se supiera que se inauguraba una era de libertades para beneficio de líderes y tecnócratas, aunque el pueblo chino continuara careciendo de ellas. La elite de poder burocrática se transformaba en China en una clase política autoritaria y corporativa, pero con ciertas libertades internas de las que antes carecía. En otras palabras: decidieron sacar ventaja de la existencia en su seno de ideas disidentes y las incorporaron a su práctica política, en vez de aniquilarlas como en el pasado.

Solo el día que Raúl Castro permita a la elite de poder cubana y sus consigliores ejercer su derecho a la libre expresión podrá enterarse de que nadie –ni los salientes ni los recién nombrados “dirigentes”- cree en las virtudes del actual status quo.

Cuando el nuevo ministro de relaciones exteriores llama a sus contrapartes para asegurarles la continuidad de compromisos anteriormente adquiridos, en realidad está diciéndoles que la vida en la isla sigue igual: bajo el control de la misma mafia aunque con nuevos consigliores. Si el convaleciente patriarca de esta familia va a tener menos protagonismo en lo adelante y el nuevo Don ha asumido finalmente sus responsabilidades es asunto relevante, pero no decisivo. Los que desde capitales extranjeras -y aun con las mejores intenciones- apuestan su capital político a procesos en la isla dependientes de una retorcida lógica que escapa a su control o influencia, debieran tenerlo presente.

Lo que conspira contra toda ilusión de apertura en Cuba –incluso al interior de la elite de poder- es que las normas de la cultura mafiosa del castrismo siguen vigentes hasta que se demuestre lo contrario.



La Mafia de La Habana

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Alguien cercano a Fidel Castro desde los días de la Juventud Ortodoxa comentó en apagado susurro, durante una de sus frecuentes visitas a La Habana, que las tres verdaderas fuentes integrantes del pensamiento del Comandante eran las ordenanzas de San Ignacio de Loyola, los principios enunciados en El Príncipe por Maquiavelo, y las lecciones que se derivaban de la lectura de El Padrino de Mario Puzo. Me pareció una observación lúcida.

Podría decirse que el castrismo es en esencia la práctica de la administración pública por parte de una elite política que opera con normas mafiosas y basa su conducta en principios de igual naturaleza aprendidos del patriarca familiar, Don Castro I, quien los adquirió en La Habana de los años 40 entre los tiroteos y atentados gangsteriles de grupos estudiantiles rivales. Esa cultura mafiosa arroja más luz sobre los hechos recientes que los intentos de interpretación que se realizan desde otras formas de racionalidad.

La principal diferencia entre ese grupo conservador y el que pudiera gobernar una vulgar dictadura tercermundista es que ha sabido construirse una identidad de “izquierda” por vía de aportar servicios sociales universales en lo interno y asumir una postura antiestadounidense en lo externo. Ha sido curioso su éxito mediático en ese campo, porque ninguna de estas cosas distan de la práctica fascista de Benito Mussolini

En Cuba no hay todavía una clase política. Lo que existe es una elite de poder que si bien no es monolítica mantiene su apariencia de unidad a partir de la represión contra toda señal de autonomía de pensamiento o acción por parte de sus integrantes. Para constituir una clase política se requiere de un espacio político para expresar libremente discrepancias y consensuar posiciones. Algo de lo cual hoy día carece la elite de poder cubana. Sin esa libertad en la cúspide no es posible hablar de dirección colegiada y otras lindezas que supuestos expertos han venido atribuyendo al gobierno de Raúl Castro. De nada vale reunir regularmente a un grupo de dirigentes administrativos si entre ellos prevalece el terror a expresar un criterio que pueda considerarse “desviado” de las ideas “normales”.

Otra confusión común entre pretendidos cubanólogos es la de considerar miembros de la elite de poder a todas aquellas figuras que ocupan una alta posición jerárquica. Ninguno de los ya defenestrados –ni los que seguramente lo serán en meses venideros- era miembro de la elite de poder. Apenas alcanzaban la función de un CEO corporativo que puede ser despedido por los propietarios en todo momento o la que desempeña el consigliore de un grupo mafioso. El poder yace en otra parte. Cuando un consigliore muestra la humana tendencia de expresar ideas o tomar iniciativas se torna sospechoso a sus amos. El régimen de administración mafioso considera que tales virtudes son debilidades que deben ser castigadas de manera ejemplar.

La trayectoria del régimen cubano ofrece una larga lista de “estrellas” ascendentes que cayeron en desgracia total cuando ellos mismos, o algún gobierno extranjero, confundieron sus limitadas funciones administrativas con la posesión de una cuota real de poder sobre la dirección misma de la política en curso. En Cuba la elite manda y decide, los funcionarios acatan y ejecutan. Eso es lo que se espera de ellos aun cuando se consulta su opinión.

Hay también otra diferencia a tener presente. Los consigliores son apartados de sus funciones al caer en desgracia. Cuando un verdadero miembro de la elite se vuelve un estorbo su destino puede ser peor. En esos casos, salvo en situaciones excepcionales, -como las que rodearon al caso de Arnaldo Ochoa-, son más propensos a sufrir “accidentes” o morir de “causas naturales”.

Para reformar un modelo de funcionamiento estatal totalitario -sin llegar totalmente a trascenderlo-, se requiere que los miembros de la elite de poder desplacen internamente a un grupo hegemónico por otro, y no pueden para ello valerse de inexistentes espacios democráticos. Tienen que recurrir a la fuerza de manera más o menos transparente para decapitar – de forma política o literal- a aquellos de sus miembros que han utilizado el inmovilismo para defender intereses personales que entran en conflicto con la supervivencia del grupo en su conjunto.

La primera acción de la Troika que sustituyó a Stalin fue asesinar a Beria: necesitaban asegurarse de que, en lo adelante, al menos ellos tres podrían opinar sobre temas diversos sin que la NKVD los vigilase cada día y finalmente detuviese y ejecutase por “traidores”. Otro tanto ocurrió con la liquidación de la llamada Ganga de los Cuatro en China: la elite de poder en aquel país se hastió del régimen represivo ejercido contra sus miembros. El miedo le impedía hacer uso de su talento para superar el desastre heredado de Mao Tse Tung. La Ganga de los Cuatro – incluyendo la viuda del Gran Timonel- fue pasada por las armas para que se supiera que se inauguraba una era de libertades para beneficio de líderes y tecnócratas, aunque el pueblo chino continuara careciendo de ellas. La elite de poder burocrática se transformaba en China en una clase política autoritaria y corporativa, pero con ciertas libertades internas de las que antes carecía. En otras palabras: decidieron sacar ventaja de la existencia en su seno de ideas disidentes y las incorporaron a su práctica política, en vez de aniquilarlas como en el pasado.

Solo el día que Raúl Castro permita a la elite de poder cubana y sus consigliores ejercer su derecho a la libre expresión podrá enterarse de que nadie –ni los salientes ni los recién nombrados “dirigentes”- cree en las virtudes del actual status quo.

Cuando el nuevo ministro de relaciones exteriores llama a sus contrapartes para asegurarles la continuidad de compromisos anteriormente adquiridos, en realidad está diciéndoles que la vida en la isla sigue igual: bajo el control de la misma mafia aunque con nuevos consigliores. Si el convaleciente patriarca de esta familia va a tener menos protagonismo en lo adelante y el nuevo Don ha asumido finalmente sus responsabilidades es asunto relevante, pero no decisivo. Los que desde capitales extranjeras -y aun con las mejores intenciones- apuestan su capital político a procesos en la isla dependientes de una retorcida lógica que escapa a su control o influencia, debieran tenerlo presente.

Lo que conspira contra toda ilusión de apertura en Cuba –incluso al interior de la elite de poder- es que las normas de la cultura mafiosa del castrismo siguen vigentes hasta que se demuestre lo contrario.



Otra vez el embargo

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Como ha ocurrido cada vez que un nuevo inquilino se muda a la Casa Blanca, los activistas y políticos que defienden o se oponen al embargo reaniman ahora los debates en torno a este tema. Cada parte pretende monopolizar el patriotismo. Muchos dan muestra de un maniqueo apasionamiento que a menudo los conduce a incurrir en excesos verbales. Unos consideran que Dios está de su lado; otros suponen que la Historia está del suyo. Algunos creen contar con el apoyo de ambos.

Paso a puntualizar algunas opiniones personales a sabiendas de que no lograrán satisfacer a plenitud las demandas de ninguno de los polemistas.

La transformación positiva de la realidad cubana no vendrá como resultado automático de las acciones de ningún actor externo, incluyendo a Estados Unidos. La idea de que el levantamiento del embargo y el restablecimiento de relaciones traerán como inequívoco resultado el respeto a los derechos políticos y civiles es ingenua. Pero igualmente desacertada es la afirmación de que ese giro le permitirá al gobierno cubano acceder a nuevos recursos que hagan más eficaz su control sobre la población. Si hay un sector priorizado en Cuba es el relacionado con la seguridad interna. No necesitan del levantamiento del embargo en ese terreno. Basta con los aportados por Hugo Chávez.

El levantamiento del embargo tampoco traerá el florecimiento de la economía cubana sino, en todo caso, el de su deuda externa, la cual seguirá creciendo de manera directamente proporcional a la ineficiencia de su régimen de dirección. La inyección de recursos tampoco le aportará al gobierno un margen mayor de legitimidad interna, porque serán despilfarrados como sucedió antes con los aportados por la URSS, o ahora por Venezuela, sin que la población eleve su estándar de vida ni tenga vías para reclamar una mejor administración. El verdadero embargo universal es el límite crediticio y la escasa inversión extranjera que padece la isla como resultado de ser el segundo deudor del Club de Paris y los erráticos giros en su política económica.

Al que debe pedírsele el levantamiento del embargo no es al poder ejecutivo, sino al legislativo, o en todo caso al Tribunal Supremo. Gracias al derribo de las dos avionetas de Hermanos al Rescate dispuesto por Fidel Castro en 1996 –siempre es bueno recordarlo- todos los componentes del embargo e incluso el congelamiento de cualquier revisión sustancial a las relaciones con Cuba fueron codificados en la Ley Helms Burton. Sólo el Congreso puede deshacer lo que antes hizo, o el Tribunal Supremo dictaminar inconstitucional esa ley por violar preceptos de la carta magna.

El embargo presenta serios déficits:

a) No constituye una estrategia integral, sino apenas representa un instrumento remanente de una política del siglo pasado, cuando el mundo era bipolar y las relaciones económicas internacionales no se habían globalizado. Es por ello que no puede ser eficaz en un hábitat internacional completamente transformado.

b) Viola atribuciones que la Constitución confiere al poder ejecutivo en lo referido a la conducción de la política exterior, y transgrede el derecho al libre movimiento de los ciudadanos estadounidenses.

c) Lejos de fortalecer la autonomía de los cubanos respecto al Estado refuerza su aislamiento informativo y dependencia económica.

El conflicto principal al que asistimos no es el bilateral entre La Habana y Washington, sino el interno, entre un régimen de gobernabilidad totalitario y la población a la que el primero es incapaz de satisfacer sus necesidades materiales y espirituales. El conflicto se expresa, como diría Marx, entre un sistema de relaciones sociales obsoleto y las fuerzas productivas de la nación que reclaman liberarse de aquellas para desarrollarse. El conflicto bilateral es apenas el resultado de la internacionalización del conflicto interno, el cual ha involucrado a diversos actores exteriores a lo largo del tiempo (URSS, EEUU, Venezuela, etc.) y debe ser abordado situándolo en su verdadera dimensión. Pero el único y mejor modo de hacerlo no es aferrándose al embargo, que ya ha devenido en instrumento tan obsoleto e ineficaz como el propio régimen de gobernabilidad cubano.

Los políticos y activistas harían un mejor servicio a Dios, la Historia y sobre todo al pueblo cubano, si no confundiesen objetivos con medios para alcanzarlos. Cuando insistir en los medios empleados se transforma en el objetivo mismo de todo esfuerzo se pierde la brújula política. Si el objetivo es restaurar la soberanía del pueblo cubano sobre el estado, entonces todas las políticas que construyan muros adicionales a la autonomía del ciudadano -económica, informativa, de movimiento- alejan ese objetivo.

No menos importante son los argumentos éticos. La noción de que este embargo equivale al que se impuso al régimen de apartheid es falsa porque aquellas sanciones no eran unilaterales sino multilaterales. La posición de Estados Unidos no sólo no ha sido avalada por la comunidad internacional sino que ha sido condenada, de manera anual y masiva. La percepción de que se pretende obligar a la población a rebelarse por medio del hambre es tan falsa como políticamente eficaz en manos del gobierno cubano. Washington es el quinto –quizás ya sea el cuarto- socio comercial de Cuba y su principal suministrador de alimentos (el 80% de las importaciones en ese rubro).

El problema en la discusión sobre el embargo no es que no existan razones para su revisión, sino que Estados Unidos encara demasiadas crisis simultáneas y graves como para que el Congreso se sienta inclinado a dedicar tiempo a debatir el tema y la Casa Blanca crea que el asunto amerite una polémica periférica a lo que hoy son sus intereses estratégicos. Por su parte, el gobierno cubano no le ha aportado al Presidente Obama un sólo argumento sólido para que decida asumir ese reto. Hay que entender la actual cautela de la Casa Blanca. El récord de La Habana es pésimo en ese sentido. Cada vez que un presidente dio pasos hacia una distensión apostando a que el gobierno de la isla estaba listo para iniciar un proceso de transformaciones que lo alejasen del sistema totalitario le dieron un contundente portazo. La actual Administración y el Congreso no van arriesgar capital político por muchas cartas que se le envíen si el gobierno cubano no demuestra de manera fehaciente –no con artículos apologéticos de los usuales fellow travellers- que ha iniciado los prometidos “cambios de estructura y conceptos”. Liberar a los presos políticos podría ser un paso simbólico en esa dirección. Liberar al pueblo del bloqueo nacional a las libertades de movimiento, información, expresión e iniciativa económica –todas reclamadas en asambleas publicas de una punta a la otra de la isla- seria una decisiva contribución al levantamiento del embargo externo.

A modo de conclusión quiero puntualizar que en mi criterio el embargo no es una política sino un instrumento obsoleto que impide la elaboración de una genuina y actualizada política hacia Cuba. Los intrumentos políticos no equivalen a principios morales aunque pueden estar en conflicto con ellos. El peor servicio que pueda hacerse a los objetivos de cualquier estrategia política es sacralizar sus instrumentos impidiendo su revisión periódica.

Creo igualmente que aquellos activistas anti-embargo que aun no lo hayan hecho -ya muchos lo hacen- debieran incorporar a su agenda las legítimas demandas que deben presentársele al gobierno de Cuba en temas como los referidos a viajes y remesas. Los cubanos en la isla deben ser también liberados de las restricciones a la libertad de movimiento que suponen los abominables permisos de entrada y salida del país así como de la arbitraria y excesiva carga impositiva a las remesas familiares. Asumir esas reclamaciones no es un problema de “equilibrios”, sino de decencia y un modo de enviar un mensaje de dignidad a aquellos que desde La Habana creen que pueden darle el trato de soldados a quienes pueden movilizar a su antojo y a los que nunca es necesario dar explicaciones.

A mi juicio si La Habana desea el levantamiento del embargo –hasta ahora hizo lo indecible por impedirlo- debe dar pasos que permitan argumentar en el Congreso la pertinencia de darle atención a un tema que ni remotamente figura entre las prioridades de la nación americana hoy día. Y si no alberga todavía intenciones serias en este asunto, lo decente sería que lo reconociese honradamente. Es el mínimo de respeto que le debe el gobierno cubano a los activistas contra el embargo.



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Autor: Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco Gil. (Cuba) Doctor en Historia de las Relaciones Internacionales, profesor universitario de Filosofía, diplomático y ensayista. Reside en Canadá.
Contacto: jablanco96@gmail.com

 

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