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Deporte y Sociedad

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Hace algo más de dos décadas el deporte cubano era un oasis de eficiencia en una sociedad maldecida por la ineptitud crónica y extensiva. No sólo en baseball y boxeo sino también en otras especialidades deportivas los cubanos acudían a eventos internacionales a cosechar medallas. En gran medida, el caudillo se limitaba a asegurarles a los atletas condiciones de entrenamiento equiparables a las del deporte profesional y presentarlos internacionalmente como amateurs. Pero aún más importante fue haberles limitado la interferencia política a la apropiación de sus triunfos para mostrarlos como “logros de la Revolución y evidencia de la superioridad del socialismo”.

¿Recuerdan cómo eran las cosas entonces? A diferencia de la llamada política de cuadros en la que la incondicionalidad ideológica y personal era valorada por encima de la eficacia, en los deportes existía una política de promoción que acompañaba al atleta desde su selección en el municipio hasta su integración al equipo nacional. También a la inversa de lo que ocurría en el resto del país, en los deportes regía la transparencia en torno a las decisiones. Las promociones eran determinadas por el rendimiento del deportista, cuya carrera era seguida no sólo por los dirigentes del ramo sino por toda la prensa y la afición. Si un pitcher de larga y exitosa trayectoria perdía el control sobre los bateadores del equipo contrario en cualquier juego, lo mandaban al banco sin contemplaciones, mientras que cualquier ministro podía hundir un sector productivo o de servicios durante décadas sin que nadie pudiera chistar. Cuando se sufría una derrota se analizaban en detalle las fallas propias que pudieran haber provocado ese desenlace en vez de culpar las condiciones climáticas o las conspiraciones del enemigo. En contraste con la represión ejercida contra toda opinión autónoma en cualquier otra esfera de la vida nacional, los fanáticos y comentaristas deportivos gozaban de una amplia libertad de expresión para criticar, opinar y proponer lo que creyeran pertinente en periódicos, estaciones de radio y TV, ómnibus, parques y calles. En la esfera deportiva nada era “políticamente incorrecto” salvo lo que condujese a la derrota.

Esa libertad permitió el desarrollo del deporte, que entonces era competitivo y eficiente, en un país al que la ausencia de libertades había condenado a la incompetencia y retraso endémicos. Incluso en este campo es posible verificar la veracidad de la tesis de Amartya Sen sobre el vínculo que existe entre la libertad y el desarrollo. La presencia de libertades políticas y civiles facilita las tareas del desarrollo en tanto que su ausencia se transforma en significativo estorbo a las tareas económicas y sociales.

Por aquel entonces –para suerte del deporte cubano- el “máximo líder” prefería dedicar su tiempo a inventar un nuevo tipo de ganado, construir pedraplenes, expandir el riego con microjet, realizar campañas militares de ultramar o llamar al III Mundo a no pagar su deuda externa. En otras palabras, tenia otras cosas con las que entretenerse. Ahora, para desgracia de nuestros peloteros, el caudillo multioficio dispone de tiempo suficiente para amargarles la existencia. Ya se denuncian conspiraciones imperiales detrás de cada derrota, lo más importante en la selección de deportistas no es su rendimiento sino la certidumbre de que regresen a la isla y el tiempo dedicado a entrenar en el terreno hay que compartirlo con el que se dedique a círculos de estudios sobre las reflexiones del Manager en Jefe.

Lo cierto es que Fidel Castro parece empeñado al final de su vida en derruir el “logro socialista” del deporte, como ya hizo antes con los sistemas de educación y salud. Atrás van quedando los años en que esa esfera de la vida nacional era un extraño oasis de libertad, competitividad y eficiencia.



Libertad y Desarrollo

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El Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, demostró con irrefutables datos y sólida profesionalidad el vínculo indisoluble entre la libertad y el desarrollo. Con ello hizo una importante contribución conceptual al principio reconocido en la Conferencia Mundial de la ONU sobre Derechos Humanos realizada en 1993 en Viena: los derechos humanos son inalienables, indivisibles e interdependientes.

Hasta la Conferencia de Viena, los principales adversarios de la Guerra Fría habían asumido la retórica de privilegiar a un grupo de derechos en detrimento de otros. Occidente era el paladín de los derechos civiles y políticos por encima de los económicos, sociales y culturales. Los defensores del “socialismo realmente existente” decían que los derechos políticos y civiles eran libertades burguesas formales y que lo relevante era promover los derechos económicos, sociales y culturales, de los cuales supuestamente, sus estados totalitarios eran los mejores garantes.

Lo normado en Viena y avalado por Amartya Sen ha sido enturbiado por fuerzas del espectro ideológico -sea del lado diestro o siniestro- incapaces de empinarse sobre el pasado. Es este debate el que vuelve a situarse al centro de todo esfuerzo por entender lo que ocurre en América Latina hoy día.

En el pasado reciente el populismo de vocación totalitaria no hubiera encontrado espacio en nuestra región si quienes hace dos décadas atrás defendían los derechos políticos y civiles hubiesen reconocido su interdependencia de los sociales, económicos y culturales.

América Latina no necesita de nuevos demagogos de izquierda o derechas, sino de nuevos regímenes de gobernabilidad capaces de asegurar que el ejercicio de las libertades deje de ser asimétrico para los diferentes sectores sociales, que rija la equidad de oportunidades y que las instituciones de la sociedad civil gocen de autonomía real para poder ejercer la libre participación ciudadana en la vida nacional.

La oposición a la izquierda autoritaria está condenada al fracaso mientras pretenda desconocer el hartazgo popular con aquellos regímenes de gobernabilidad que se desentienden de las carencias y necesidades humanas básicas de sectores significativos de la población. El autoritarismo político debe ser resistido, sin que ello suponga resignarse a retornar al autoritarismo económico que profesan ciertas elites. Donde se haya impuesto la nueva retórica demagógica no será posible develar sus intenciones, si el discurso opositor es reacio a ejercer una crítica honesta respecto al pasado y no ofrece ninguna rectificación creíble respecto al futuro.

Con el tiempo, de manera inevitable, los electores irán descubriendo que la izquierda autoritaria no es la respuesta a sus problemas. Al suprimir la libertad, sea de forma gradual o abrupta, obstaculizará el desarrollo y terminará repartiendo la miseria. Pero para entonces ya no quedarán espacios ni instituciones libres desde las cuales reclamar derechos de ninguna clase.

Pese a su filiación populista lo cierto es que los líderes de esa izquierda autoritaria no reconocen los derechos de los ciudadanos, sean políticos y civiles, económicos, sociales o culturales. Para ellos, al final, no hay ciudadanos con libertades inalienables y derechos indivisibles, sino personas que deben estarles siempre agradecidas por cualquier beneficio que se les otorgue y deberán demostrarlo sometiéndose acrítica e incondicionalmente al poder. Incluso sus más allegados colaboradores descubrirán que tampoco gozan de ninguna libertad y a la menor diferencia son desechados, como ocurrió a Ernesto Cardenal en Nicaragua y a Carlos Lage en Cuba.

El problema es sencillo: habrá libertad para todos o no la habrá para nadie. Y sin libertad no hay desarrollo, sino miseria.

Eso es lo que conecta la posición de los disidentes y presos políticos cubanos con el reclamo de cambios que millones de personas -en miles de asambleas- formularon a un poder que por medio siglo se ha mostrado tan soberbio como inepto. Si un comisario de la Unión Europea y algún gobierno extranjero prefieren ignorar esa realidad lo harán a expensas de su propia credibilidad.

El futuro de la isla no descansa en una gerontocracia agotada ni en aquellos que opten por hacerle la oposición desde posturas esclerotizadas, sino en nuevas generaciones capaces de casar la libertad con la justicia social.



La Mafia de La Habana

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Alguien cercano a Fidel Castro desde los días de la Juventud Ortodoxa comentó en apagado susurro, durante una de sus frecuentes visitas a La Habana, que las tres verdaderas fuentes integrantes del pensamiento del Comandante eran las ordenanzas de San Ignacio de Loyola, los principios enunciados en El Príncipe por Maquiavelo, y las lecciones que se derivaban de la lectura de El Padrino de Mario Puzo. Me pareció una observación lúcida.

Podría decirse que el castrismo es en esencia la práctica de la administración pública por parte de una elite política que opera con normas mafiosas y basa su conducta en principios de igual naturaleza aprendidos del patriarca familiar, Don Castro I, quien los adquirió en La Habana de los años 40 entre los tiroteos y atentados gangsteriles de grupos estudiantiles rivales. Esa cultura mafiosa arroja más luz sobre los hechos recientes que los intentos de interpretación que se realizan desde otras formas de racionalidad.

La principal diferencia entre ese grupo conservador y el que pudiera gobernar una vulgar dictadura tercermundista es que ha sabido construirse una identidad de “izquierda” por vía de aportar servicios sociales universales en lo interno y asumir una postura antiestadounidense en lo externo. Ha sido curioso su éxito mediático en ese campo, porque ninguna de estas cosas distan de la práctica fascista de Benito Mussolini

En Cuba no hay todavía una clase política. Lo que existe es una elite de poder que si bien no es monolítica mantiene su apariencia de unidad a partir de la represión contra toda señal de autonomía de pensamiento o acción por parte de sus integrantes. Para constituir una clase política se requiere de un espacio político para expresar libremente discrepancias y consensuar posiciones. Algo de lo cual hoy día carece la elite de poder cubana. Sin esa libertad en la cúspide no es posible hablar de dirección colegiada y otras lindezas que supuestos expertos han venido atribuyendo al gobierno de Raúl Castro. De nada vale reunir regularmente a un grupo de dirigentes administrativos si entre ellos prevalece el terror a expresar un criterio que pueda considerarse “desviado” de las ideas “normales”.

Otra confusión común entre pretendidos cubanólogos es la de considerar miembros de la elite de poder a todas aquellas figuras que ocupan una alta posición jerárquica. Ninguno de los ya defenestrados –ni los que seguramente lo serán en meses venideros- era miembro de la elite de poder. Apenas alcanzaban la función de un CEO corporativo que puede ser despedido por los propietarios en todo momento o la que desempeña el consigliore de un grupo mafioso. El poder yace en otra parte. Cuando un consigliore muestra la humana tendencia de expresar ideas o tomar iniciativas se torna sospechoso a sus amos. El régimen de administración mafioso considera que tales virtudes son debilidades que deben ser castigadas de manera ejemplar.

La trayectoria del régimen cubano ofrece una larga lista de “estrellas” ascendentes que cayeron en desgracia total cuando ellos mismos, o algún gobierno extranjero, confundieron sus limitadas funciones administrativas con la posesión de una cuota real de poder sobre la dirección misma de la política en curso. En Cuba la elite manda y decide, los funcionarios acatan y ejecutan. Eso es lo que se espera de ellos aun cuando se consulta su opinión.

Hay también otra diferencia a tener presente. Los consigliores son apartados de sus funciones al caer en desgracia. Cuando un verdadero miembro de la elite se vuelve un estorbo su destino puede ser peor. En esos casos, salvo en situaciones excepcionales, -como las que rodearon al caso de Arnaldo Ochoa-, son más propensos a sufrir “accidentes” o morir de “causas naturales”.

Para reformar un modelo de funcionamiento estatal totalitario -sin llegar totalmente a trascenderlo-, se requiere que los miembros de la elite de poder desplacen internamente a un grupo hegemónico por otro, y no pueden para ello valerse de inexistentes espacios democráticos. Tienen que recurrir a la fuerza de manera más o menos transparente para decapitar – de forma política o literal- a aquellos de sus miembros que han utilizado el inmovilismo para defender intereses personales que entran en conflicto con la supervivencia del grupo en su conjunto.

La primera acción de la Troika que sustituyó a Stalin fue asesinar a Beria: necesitaban asegurarse de que, en lo adelante, al menos ellos tres podrían opinar sobre temas diversos sin que la NKVD los vigilase cada día y finalmente detuviese y ejecutase por “traidores”. Otro tanto ocurrió con la liquidación de la llamada Ganga de los Cuatro en China: la elite de poder en aquel país se hastió del régimen represivo ejercido contra sus miembros. El miedo le impedía hacer uso de su talento para superar el desastre heredado de Mao Tse Tung. La Ganga de los Cuatro – incluyendo la viuda del Gran Timonel- fue pasada por las armas para que se supiera que se inauguraba una era de libertades para beneficio de líderes y tecnócratas, aunque el pueblo chino continuara careciendo de ellas. La elite de poder burocrática se transformaba en China en una clase política autoritaria y corporativa, pero con ciertas libertades internas de las que antes carecía. En otras palabras: decidieron sacar ventaja de la existencia en su seno de ideas disidentes y las incorporaron a su práctica política, en vez de aniquilarlas como en el pasado.

Solo el día que Raúl Castro permita a la elite de poder cubana y sus consigliores ejercer su derecho a la libre expresión podrá enterarse de que nadie –ni los salientes ni los recién nombrados “dirigentes”- cree en las virtudes del actual status quo.

Cuando el nuevo ministro de relaciones exteriores llama a sus contrapartes para asegurarles la continuidad de compromisos anteriormente adquiridos, en realidad está diciéndoles que la vida en la isla sigue igual: bajo el control de la misma mafia aunque con nuevos consigliores. Si el convaleciente patriarca de esta familia va a tener menos protagonismo en lo adelante y el nuevo Don ha asumido finalmente sus responsabilidades es asunto relevante, pero no decisivo. Los que desde capitales extranjeras -y aun con las mejores intenciones- apuestan su capital político a procesos en la isla dependientes de una retorcida lógica que escapa a su control o influencia, debieran tenerlo presente.

Lo que conspira contra toda ilusión de apertura en Cuba –incluso al interior de la elite de poder- es que las normas de la cultura mafiosa del castrismo siguen vigentes hasta que se demuestre lo contrario.



Con o sin embargo

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El actual debate sobre las relaciones Cuba – Estados Unidos me recuerda los llamados “Días de la Defensa” en la isla. En ellos se discutía un ataque cada vez más improbable y medidas inútiles para contrarrestarlos. Apagar las luces al escuchar las alarmas era un ejercicio adecuado para los londinenses en la II Guerra Mundial, pero no para los habaneros que debían enfrentar misiles Tomahawk con GPS. Aquel surrealismo evocaba los anuncios en la TV de EEUU que orientaban a los alumnos de las escuelas primarias a acostarse bajo el pupitre en caso de ataque atómico. El modo de asumir la amenaza nuclear era político; lo mismo sucedía con los Tomahawk. La respuesta a un potencial conflicto bélico con Estados Unidos no era cavar refugios e instalar sirenas. En Irak y Afganistán Washington ya ha venido a reconocer que la solución definitiva de esos conflictos no puede ser militar sino política. En los noventa sucedió otro tanto con las prolongadas guerras de Centroamérica en las que ninguna de las partes podía ser derrotada ni tampoco alcanzar una victoria sobre la otra.

Hoy se extiende el consenso sobre la necesidad de que Estados Unidos formule una política hacia Cuba. Desde hace tiempo considero debatible si más allá del embargo existe realmente una política exterior hacia Cuba por parte de Washington.

Cuando alguien siquiera aboga por una reflexión sobre este tema, los defensores a ultranza del status quo afirman indignados que se intenta “quitarle los colmillos al embargo”. Al parecer no se han enterado de que lleva dentadura postiza desde hace décadas. Washington es hoy el cuarto socio comercial de La Habana y el resto del mundo comercia con la isla. Lo que hoy limita la expansión de las inversiones y el comercio con Cuba no es la la ley Helms Burton sino su pésimo record crediticio y el inepto sistema económico que impera en la isla. El “bloqueo” sólo subsiste en el discurso oficial de Cuba y en el imaginario de una izquierda y derecha infantiles.

Los defensores del status quo debieran tener presente que el embargo puede constituir una herramienta, pero no alcanza a ser una política. Kennedy no concibió el embargo como una estrategia de cambio por si misma, sino como instrumento complementario de un programa (OperationMongoose) que incluía componentes diplomáticos, militares y paramilitares. Los que creen que el embargo es una política estratégica –que nunca ha sido- y la única manera de procurar el cambio en Cuba –que no ha obtenido- suponen, erradamente, que congelar el status quo es la única opción posible.

Por otro lado están quienes creen -también de forma errada- que La Habana aguarda el levantamiento unilateral de toda sanción para conceder cambios y libertades sustantivas al pueblo cubano. O que se verá forzada a ello si Washington modifica su postura. Lo primero es falso y lo segundo, si bien es posible, no puede considerarse el desenlace inequívoco y automático derivado de un cambio en la posición estadounidense. Varios altos funcionarios cubanos ya han declarado que, desde su perspectiva, es Estados Unidos a quien le corresponde rectificar. La elite de poder cubana continúa aferrada a la tesis de que la coexistencia pacífica es una quimera. Por ello ven en Obama un reto circunstancial, no una oportunidad para trascender el conflicto bilateral.

El contexto externo puede fomentar mejores o peores circunstancias para la evolución de la situación en Cuba, pero el rumbo que adopte se decide dentro. Con o sin embargo, el pueblo cubano no accederá a sus derechos como resultado de la política exterior de Washington u otros países. Sólo de su disposición a resistir y reclamarlos depende que los alcance. El protagonismo del cambio corresponde a los cubanos.

Lo anterior no supone que las acciones de los actores externos sean intrascendentes. Pero si lo que se pretende es contribuir a democratizar la actual realidad totalitaria entonces el criterio para medir la eficacia de cualquier política hacia Cuba debe ser su capacidad para facilitar el empoderamiento del ciudadano de a pie frente al estado. El criterio de fracaso sería cuando se constate que la política en curso produce el resultado inverso: fortalece al estado y de esa manera refuerza su capacidad para controlar a los ciudadanos.

Por varias décadas las decisiones estadounidenses respecto a la isla han contribuido a hacer a los cubanos mas dependientes del gobierno cuando empoderar ciudadanos supone precisamente lo contrario: fortalecer su autonomía frente al estado.

Desde esa perspectiva –además de consideraciones éticas inexcusables- todos debieran dar la bienvenida al levantamiento de las actuales restricciones a cubano- americanos para viajar a la isla y enviar remesas. Washington debería incluso auspiciar actividades de diversos sectores de la sociedad civil estadounidense en la isla así como la oferta de donaciones y líneas de microcrédito al sector cuentapropista y al pequeño agricultor dedicado a la producción de alimentos.

Empoderar ciudadanos supone igualmente facilitar su acceso a fuentes de información alternativas. En ese campo es legítimo discutir la cuestionable eficacia de los proyectos realizados hasta el presente, pero no el objetivo de contribuir de diversas maneras a que los cubanos puedan ejercer el derecho de acceder a distintas perspectivas y puntos de vista. Vivimos en una era de televisión por satélites, información digitalizada e Internet, no de estaciones radiales de onda corta como en tiempos de la II Guerra Mundial. No incurramos en la irrelevancia de los Días de la Defensa.

El reto principal que se presenta a los cubanos no es el de cabildear gobiernos extranjeros reclamando de ellos las soluciones a nuestros dilemas, sino el de pensar de manera creativa, concertar voluntades y apartar sólo a aquellos que, entre nosotros, levantan obstáculos al porvenir. Créanme: sí se puede.



Dudosos honores del Quetzal

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La Presidenta de Chile parece confrontar dificultades con su inteligencia emotiva. Su incapacidad para deconstruir la añeja simbología mediante la cual aprendió a percibir la figura de Fidel Castro en sus años mozos así lo indica. Sigue creyendo que es el patriarca de la izquierda latinoamericana.

Al intentar darle algún crédito a las creencias de la Presidenta Bachelet, pudiera argüirse, como Bobbio, que existen dos corrientes en la familia política de la izquierda: una democrática y otra autoritaria. Pero en el caso de Fidel Castro es discutible incluso si sus acciones se inscriben en esa segunda corriente. Su trayectoria tiene más que ver con el caudillismo autoritario latinoamericano -que llegó a aliarse al Eje fascista en su antinorteamericanismo a ultranza- que con las peripecias del extravío totalitario de una parte de la izquierda en su seguidismo de Joseph Stalin. Sólo aquellos que definen las izquierdas a partir de la promoción de la violencia y el odio ciego a Estados Unidos, pueden atribuirle a Fidel Castro esa etiqueta. Para él la promoción de la equidad no es un valor normativo, sino una estratagema. Las víctimas del Gulag y de Auschwitz podrían explicar a los ingenuos la irrelevancia de buscar distinciones entre sistemas totalitarios que vayan más allá de la retórica que emplean para legitimarse.

Porque ni fue, ni es, ni será una persona de izquierdas, -mucho menos de izquierdas democráticas-, es que Fidel Castro puede regocijarse recibiendo el dudoso reconocimiento que ahora le trae el actual Presidente de Guatemala. Creado por un dictador guatemalteco, fue antes concedido a otras figuras internacionales del mismo corte que Castro y ha sido rechazado por personas de izquierda que consideraban deshonroso recibirlo. Al hacerlo no repudiaban al Quetzal, sino al símbolo que de esta distinción han hecho abominables dictadores. Algún día habrá que instituir en Cuba algo que remplace a la actual Orden José Martí, que ha ido a condecorar a tanto asesino en medio siglo, desde el carnicero de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco en 1968 hasta el competidor de Drácula que lidereaba el “socialismo real” rumano.

Aquel sector de la derecha guatemalteca que protesta porque la Orden del Quetzal en el Grado del Gran Collar le sea otorgada a Fidel Castro padece de la misma confusión que la Presidenta de Chile, aunque desde la otra orilla ideológica. Ambos siguen creyendo –de manera errada- que es un líder de izquierdas. Esta Orden con la que el Presidente Colom pretende honrarlo, en realidad lo sitúa más cercano a su verdadera identidad: junto a Mussolini, Stroessner, Pinochet, Videla y Bánzer. Al final, es buena cosa que así lo registre la historia.

Les paso algunos datos sobre la Orden del Quetzal aportados por un artículo aparecido el martes 17 de febrero en El País. Juzguen ustedes.

Orden devaluada

La Orden del Quetzal fue instaurada por el dictador Jorge Ubico Castañeda (1930-1944), que presidió el primer Gobierno latinoamericano en reconocer al régimen de Francisco Franco, en 1936. Entre sus galardonados se encuentran personalidades como Benito Mussolini, y los también dictadores Alfredo Stroessner, de Paraguay; Augusto Pinochet, de Chile; Jorge Videla, de Argentina, y el boliviano Hugo Bánzer. Esta trayectoria ha hecho que muchos de los galardonados, como Alfonso Bahuer Paiz, uno de los intelectuales de izquierda más respetados de Guatemala, la hayan rechazado tajantemente, en una actitud que mereció el aplauso de los sectores democráticos del país. (JOSÉ ELÍAS – Corresponsal de El Pais en Guatemala - 17/02/2009)



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La sociedad cubana ante el cambio

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Autor: Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco Gil. (Cuba) Doctor en Historia de las Relaciones Internacionales, profesor universitario de Filosofía, diplomático y ensayista. Reside en Canadá.
Contacto: jablanco96@gmail.com

 

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